Por David M. Houghton
Breathless
Hace tan sólo un par de días leí con desagrado un texto de Hugo Chaparro Valderrama acerca de la Nouvelle Vague, publicado en la cartilla informativa del IX festival de cine francés que se celebra por estos días en varias ciudades del país.
El articulito, repleto de lugares comunes, caía en la molesta y reiterada manía de restringir la experimentación visual de la Nouvelle Vague a un simple afán de novedad, como si el agotamiento en el lenguaje cinematográfico o el impulso innovador que había despertado ya el Neorrealismo no hubiesen sido factores causales de esa experimentación que el habitante de los laboratorios Frankenstein atribuye a una simple necesidad de sorprender al público con guiños de novedad técnica, desconociendo también que esa novedad responde más bien a una nueva forma de comunicar la imagen fílmica y que esta transformación revive en nosotros ese sentimiento confuso de hallarnos frente a un espejismo inexplicable pero tan vívido a la hora de apreciar un filme.
Tratando de mostrar cómo la profundidad y el vanguardismo de estas películas responde a un complejo entramado de elementos estéticos que activa un mecanismo de transmisión espiritual entre la obra y el espectador, mecanismo que difícilmente explican la reiteración de nombres o la solución mágica de la experimentación fortuita, desempolvo este relato que, lleno de errores propios de un principiante, es un homenaje a lo que hay de inexplicable, de espejismo en el cine...
Apenas abrí los ojos, un punzante dolor de cabeza me oprimió contra la almohada. Los agudos canturreos de los niños, dramatizando lo que parecía ser un robo de banco, me impedían conciliar de nuevo el sueño. Una gruesa costra de lagañas me fastidió y tuve que levantarme. Busqué con afán el tarro del agua y (sé que usted ha sentido mi sed) tuve que lanzarlo con rabia cuando supe que estaba vacío. Ahí estaba de nuevo, lamentando la pérdida de algunos pesos necesarios para sobrevivir, reconstruyendo lentamente la jornada que, una vez más, se había matizado con una borrachera que me dejaría el resto del día inservible. Ya usted podrá imaginar, lector, que cuando un consumado juerguista con ínfulas de intelectual ha bebido sin parar, intenta al día siguiente mantener el equilibrio cósmico con un tierno e inútil afán de contemplación estética. Otras veces había tratado de abordar un libro con el que estúpidamente pretendía compensar los terribles excesos a los que me arrojaba sin dilación: los ya de por si minúsculos caracteres se empequeñecían ante mis ojos y la falta de concentración me hacía releer una y otra vez el mismo pasaje.
Decidí entonces enfrentar esa sensación de despojo que me atormentaba después de beber y le asesté un golpe de lógica a mi constante inquisidor moral. Así, y aunque le cueste creerme, entre trago y trago, entre sentencias y confesiones, trataba de ser más observador que animador y buscaba en medio de la insensatez una luz de cordura para no dejar morir en el olvido aquellas aparatosas reuniones de intoxicada felicidad. No había razón para rechazar estos recuerdos, antes bien, debía conservarlos y entenderlos, quizá luego sirvieran de materia a mi postergada literatura.
De manera que empecé a pasearme por el centro con el animo de meditar, a veces en compañía de algún amigo, qué extraños somos cuando no somos los mismos, cuando nos embotamos, cuando nos perdemos de la procaz realidad, cuando el salto en el abismo se prefiere al ímpetu de salvación.
De regreso a mi historia. Después de levantarme y de haber reparado mi cuerpo con caldos y baños tibios, salí a pasear por las mismas – algunas – calles de Ibagué. El viento fresco de la tarde y la caminata me habían borrado casi por completo el dolor de cabeza y el malestar; sólo permanecía la intensa e insaciable sed. Una agridulce bebida de limón me entretuvo por unas cuadras más y cuando ya estaba dispuesto a regresar a casa, algo me retuvo: un tímido cartelito, precariamente diseñado, pegado con tachuelas en una pared blanda, anunciaba la proyección de un filme que hacía rato deseaba ver. Era en un viejo caserón de La Pola en el que funcionaba un almacén bastante tradicional. Ahora, lo veía por primera vez, la casa había cambiado de color y la venta de mercaderías ya no estaba. << ¡Qué fortuito patetismo le imprime a un hecho común! >>. Ya puedo ver su rostro desdeñoso evocando las visitas de forajidos y marginales a un siniestro cinema, huyendo de algún policía vestido de gabán, casi siempre presenciando una escena memorable en la que Clint Eastwood o Marlon Brando profieren unas líneas profundas y letales. ¡Pues no! En la ciudad en la que transcurre esta historia, tiempo atrás, los viejos teatros custodiados por sujetos de rostro agrio, en los que se podía fumar y respirar ese aire de peligro, de desconfianza, habían sucumbido ante el deslumbrante coqueteo de sonrientes taquilleras que dispensaban, a módicos precios, un lugar seguro para apreciar la última basura de Hollywood. Encontrar, sin andar buscando, un lugar en el que se permitía el milagro cinematográfico, era para mí un hecho atípico y afortunado.
Entré, pues, y tomé asiento en la parte trasera del salón. Cerca de diez personas aguardaban el filme y escuchaban mientras tanto las intermitentes tonadas de la trompeta de Miles Davis. Un sujeto moreno, de anteojos, me entregó un papel en el que se anunciaban algunos pormenores de la obra (dirección, guión, música, montaje, etc.). Leí con detalle y constaté de qué se trataba.
Minutos después, un par de hombres, entre los que se encontraba el sujeto pequeño de anteojos que me había dado el papel, llamaron al orden y presentaron con algo de solemnidad la película. Había algo extraño en ellos y en el resto de los asistentes: me parecían como extranjeros, eran parcos y sus vestimentas oscuras discrepaban con el tono colorido y carnavalesco de los ibaguereños comunes; se expresaban con elocuencia y transmitían cierta pasión –algo melosa– por su particular oficio; por la seriedad y el tono de suficiencia de sus voces los sentía como aislados, ajenos a las convulsiones del mundo que transcurría afuera ¿Por qué rayos estaban ahí? ¿Alguien les pagaba por eso? ¿Vendrían de otra ciudad? ¿Estaban locos? ¿De dónde demonios habían salido? Reparé en sus rostros pero jamás los había visto. Cada vez que referían una anécdota, un detalle, lo hacían con verdadera preocupación de que les creyeran, de que todo aquel que los escuchara supiera que hablaban de algo trascendente, en suma, estaban en la certeza de que los allí presentes, anónimos, eran discretamente afortunados.
Miré a mí alrededor varias veces. Nada en el lugar denunciaba el antiguo funcionamiento “Si no le gusta el mar, si no le gusta la montaña, si no le gusta la ciudad, entonces ¡que le jodan!”… el hombre huye… le ha disparado a un policía… huye por su vida… va a París a buscar a Patricia… ¿Quién es? Una chica hermosa, un rostro hermoso… y el es sólo un rufián, se llama Michel Poiccard… ¡No! Se llama Lazlo Kovacs… ¿Quién es? Es un maleante, un solitario, un astuto… ahí está ella, es hermosa… ¡New York Herald Tribune! ¡New York Herald Tribune!... Michel le compra un diario… le gusta la chica… quiere llevarla a la cama… ella no sabe lo que quiere… lo quiere a él… quiere triunfar… quiere escribir… las mujeres son mejores sin literatura… todos buscan a Michel… lo atraparán… entra en la casa de Patricia… ella pasa junto a él muchas horas… es una secuencia larga, muy larga… coquetean… él es torpe, ella es encantadora, él es bruto, ella es brillante, él es práctico, ella es poética, él ama a Bogart, ella ama a Faulkner, el dice: “Me gustan tus piernas”, ella dice “Between the grief and nothing, I take the grief”… él la invita a cenar, él no tiene un duro… ella dice que si, él atraca a un paisano… salen del apartamento… que descanso… ella entrevista a un prestigioso escritor, él va a cobrar una deuda… el escritor es Monsieur Parvulesco o ¿es Jean Pierre Melville?… ella pregunta cuál es su mayor ambición, el escritor contesta: “ser inmortal y después morir”… Michel ha regresado, no hay dinero, no quieren pagarle… la policía lo busca… encuentran a la dulce Patricia… ella sabe quién es, por supuesto, él es Lazlo ¿O es Michel?... ella duda, ella se emociona, ella vive entre sueños, él es un auténtico rufián… ahora lo buscará, lo ama, ¿Lo ama?... él llega en un auto nuevo, es un Ford… ella sospecha, ella lo ama ¿Lo ama?... la cámara los persigue, la cámara los acusa… la cámara tropieza, la cámara gira… se oye un jazz de fondo, lastima, aún no lo conozco… él quiere cambiar un cheque… se la llevará a Italia… conocerán Cinecittá… no hay fondos, sólo hasta mañana… quedémonos en casa de una amiga… ¿Me amas, Patricia?... no lo ama ¿Lo ama?... es una casa extraña… ella sale ¿Lo denunciará?... ella llama… lo ha denunciado… es una mujerzuela… es hermosa… ella le dice: “¡Márchate! Te he denunciado”… el bebe algo de leche, lee el París Soir… está asustado, está cansado de huir… está solo, cansado, muy solo… ¡huye!... está muy cansado para huir… ella lo ha delatado, ella es hermosa y él un rufián… Fin.
Casi sin esperarlo, el filme terminó y las luces se encendieron. Todo había terminado. Algunos de los asistentes se resistieron a ponerse de pie, como esperando, como negándose a salir de nuevo a una vida en la que no vivirían –no viviríamos– cosas interesantes, en la que no podrían sentir simpatía hacia un criminal o conquistar, audaces, a una bella rubia llamada Jean Seberg. Yo, por el momento, había descubierto la manera de esconderme de la ciudad en medio de la ciudad y, lo que resultaba casi sorprendente, había olvidado por completo mi resaca y mi malestar. El par de sujetos que habían presentado la película tomaron rápidamente sus pocas pertenecías, agradecieron en un tono demasiado formal y salieron del lugar. Usted comprenderá que no podía ni deseaba dejar pasar esta oportunidad, así que salí tras ellos con ánimo de compartir un par de impresiones. Al llegar al portón de madera, no había rastro de aquellos hombres, tan sólo un tenue olor a tabaco barato que me produjo nauseas. Corrí de esquina a esquina tratando de divisarlos pero fue inútil; regresé para interrogar a alguno de los asistentes pero ya todos se habían ido y la gran puerta de madera estaba cerrada.
Al día siguiente, alborozado, invite a un conocido a dar un paseo por el centro. Él no lo sabía, pero yo estaba casi orgulloso de poderle mostrar mi hallazgo de la noche anterior. Andamos por las mismas calles y hablamos de las mismas cosas; al arribar a la esquina en la que estaba la casa, lo tomé discretamente del brazo derecho y le dije: <<he dado con un lugar demasiado extraño para ser en esta ciudad>>. Mi amigo, tentado por el prólogo, me obligó a decirle de qué se trataba. Caminamos rápido hacia la casona pero ¿Dónde diablos estaba? Angustiado, miré hacia el frente con la esperanza de haberme equivocado, nada. Guarde silencio por el momento, no fuera a pasar por estúpido o loco; respiré profundo y con fingida tranquilidad y simulando torpeza o amnesia, juré por mi madre que había entrado en una vieja casona en la que antes funcionaba una tienda de bisutería y había visto una bella cinta… casi de inmediato, mi compañero me interrumpió y me señaló un desvencijado rancho de estilo republicano en el que estaban abiertos, de par en par, dos portones que servían de marco a vitrinas repletas de joyería falsa y artículos femeninos. Perturbado, incliné la cabeza y comprendí la inutilidad de discutir el asunto. Caminamos dos cuadras abajo y nos metimos con disimulo a una taberna. Pedimos dos cervezas y hablamos de algunas películas que habíamos visto.
Está chévere. "… ella pregunta cuál es su mayor ambición, el escritor contesta: 'ser inmortal y después morir'… " Brillante. París era mejor hace 50 años. Era algo.
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