Los terrenos de la poesía son quizás los más difíciles y desafortunados de la literatura. Pueden aducirse varias razones: La brevedad de tal género, en su acepción moderna, a veces parece ser una señal de vía libre para el desbordamiento sin cuidado de una escritura que pretende ser hermosa y transmisora de emociones profundas, pero que una mirada crítica devela como una simple concatenación de frases y palabras sin sentido del orden y la belleza. Otro desatino común aparece cuando el autor se vale de un lenguaje artificioso, sobre adornado o inextricable sin una base intelectual firme, para ocultar una falta de profundidad en la exposición de ideas y sentimientos conmovedores, que tampoco encuentran las formas convenientes para consolidar eficazmente el objeto último de la estética, lo bello.
El caso de Carlos Alberto, el autor de la presente colección de poemas, resulta notablemente distinto. El lector se encontrará con una poesía diáfana, limpia, bien elaborada, con una serenidad formal que no riñe con la intensidad de la emoción, y, especialmente, de factura sincera, honesta. Sus versos nos transmiten la imagen de un autor lúcido que elabora su obra a partir de los choques tristes o dulces entre el espíritu y el mundo, sin pretensiones, con el único fin de objetivar estados de conciencia y exorcizar los demonios personales derivados del salir mal librado de los asuntos de la vida y reflexionar sobre ello.
En este libro nos encontramos entonces con diversos roles poéticos, como el del amante ardoroso sometido por el objeto de su afecto, el hombre nostálgico por los días perdidos de la infancia, o el del ser frágil al cual la dureza de la vida le ha forjado un entendimiento estoico de la maquinaria de la vida y su funcionamiento. Pero lo más importante, es que en todas sus facetas, Carlos Alberto es conmovedor, logra transmitirnos el estado de ánimo cristalizado en cada poema, que valga decirlo, propenden más por el sentimiento desnudo que por la metáfora: la idea por comunicar se encamina sin arandelas, trabas y falsos adornos al cerebro del lector.
A nuestro juicio, Carlos Alberto resulta más desgarrador en la segunda parte del libro, titulada “Homoerótico”. Aquí nos encontramos con un amante sensible y desaforado que busca deleitarse con el fuego de la carne y la pasión, embriagarse con las delicias de la piel acariciada y desplazar todo frío raciocinio, para dar paso al carnaval del cuerpo erotizado. No importa el tiempo, ni las consecuencias: el momento es ahora, porque después nunca se sabe qué pudiera cambiar o dañarse:
“Qué me importa ayer, mañana:
Víveme hoy que soy de fuego
Tal vez la muerte esté cercana.
Víveme hoy que soy bueno
Quizás cicuta sea al alba”.
(Súplica)
Este amante que trasluce la poesía de Carlos Alberto en el mencionado apartado del libro, también está dispuesto a involucrarse en el infame pero delicioso juego del amo y el esclavo, aunque su posición sea el rol más desventajoso de estos dos. No es un secreto que en casi toda relación amorosa se asiste al sometimiento de un ser dependiente, atormentado, febril, por parte de otro más tiránico, frío, desapegado y calculador, que se hace cargo de la situación en egoísta beneficio propio:
“En esta primicia
De tu cuerpo hermoso,
De tu sexo violento,
Soy tan frágil,
Tan suave y sumiso,
Que Bagoas y Antínoo
En fantasmal diálogo comentan:
“He ahí un verdadero siervo”.
Como el Adriano de Marguerite Yourcenar, enfermizo y débil por la belleza de la juventud vigorosa y hermosa que a menudo lo secunda, como el sórdido Verlaine desahuciado por el fuego devorador de Rimbaud, como la lucidez desolada de Oscar Wilde frente a un Bosie cruel y manipulador, la voz poética de Carlos Alberto se ve cercada por los infames juegos en que lo envuelven sus amantes de turno, y sentencia con dolor:
Siempre habrá
Un poeta viejo atado a
Un muchacho.
Siempre un emperador
Sometido a su siervo.
(Pederastia/Sumisión)
“¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Para su señor está en pie o cae”, reza el apóstol Pablo en la Biblia, y esta jauría de emociones encontradas es la que atestigua y comunica el poeta: el siervo enamorado ofrenda su alma y cuerpo, goza, se deleita, y finalmente es abandonado a la soledad y la nostalgia de la piel una vez acariciada y olvidada; sólo queda asumir con entereza las consecuencias de haber aceptado penetrar en tal torbellino. El mismo amante avista con melancolía al hecho de que tal entrega sin tapujos no representó satisfacción para un espíritu que quiso alzarse y habitar regiones donde mora un amor más puro y noble, y culmina con resignación su derrotero:
Nunca más
El amor en callejones oscuros,
La pasión desbordada
En los cuerpos anónimos.
Nunca más
Baco ni Eros.
Ahora bien
Demos inicio a este sepelio.
(Final)
Esta es la triste condición de los hombres, que, arrojados a la tierra, se inventaron el amor para llenar de luz y fulgor los monótonos días de una realidad desoladora y calculada. Ante la nada indolente, el poeta crea, asume su existencia y la dota de sentido a través de la búsqueda de lo bello, de su aplicación al ejercicio estético. No importan prejuicios, no importan reglas, no hay límites insuperables, porque nuestro reino es de este mundo: más adelante, en la hora de la partida, no sabemos que nos deparará el destino:
Dios
Te ganamos la tierra.
Dios,
Tú quédate en los cielos.
(Todo a su lugar)
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