Fotografía: Leonardo Mora |
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Carlos Andrés Oviedo, joven escritor residente en la ciudad de Ibagué, Colombia, lanzó el fin de semana pasado con la editorial Caza de Libros -en el marco de la Feria Internacional del Libro celebrada en Bogotá- su primera novela titulada La noche infinita. Este libro conforma un tríptico junto con las novelas La sombra del artista y El pensador errante, las cuales permanecen inéditas hasta la fecha.
La noche infinita resulta una obra sumamente alentadora por diversas razones: además de significar la entrada al mundo editorial de un autor que escribe con disciplina y entrega constantes, como pocas veces acontece en un medio provinciano en el cual no han surgido más que algunos –muy contados- aciertos novelísticos, esta novela es un testimonio muy personal de un cúmulo de experiencias desplegadas en esa misma provincia que vio nacer y crecer a este autor, Ibagué. La historia literaria de esta ciudad no ha manifestado suficientemente una obra en la que se retrate de manera efectiva la vida de sus habitantes y su cosmovisión del mundo en términos urbanos y de ciudad, y la obra de Carlos Andrés Oviedo demuestra con creces el intento por dar cuenta de sucesos e imaginarios enmarcados en el sentir de esta región colombiana, de la mano de un creciente talento y un interés verdadero por alcanzar un verdadero rango literario y artístico.
La lectura de la obra denota manejo de amplios recursos estilísticos y un lenguaje artístico bien trabajado y sin más pretensiones que constituir un relato honesto de índole ficcional. La noche infinita no funciona como una novela que cuenta una historia definible y tradicional, sino que constituye una estructura fragmentada, con apartados que sugieren diversas valoraciones y que no se manifiestan evidentemente en una sola esfera definible: la construcción del mundo novelístico de Carlos Andrés Oviedo se imprime de elementos tanto oníricos como reales, o del pasado como del futuro, y es el lector mismo quien está llamado a interpretar y a sacar sus propias conclusiones.
Uno de los aspectos más interesantes y fuertes de La noche infinita se encuentra en el tono de la obra, la cual está impregnada de una extraña melancolía al relatar eventos, percepciones e ideas cargadas de significaciones, por boca de su protagonista, Solirio. Esta vulnerable niña que en la historia atraviesa diferentes edades que oscilan entre la infancia y la adolescencia –cabe recordar la importancia de las impresiones que se reciben en esta etapa de la vida, fundamentales para determinar la personalidad- nos relata como un fantasma, casi de manera espectral, sus encuentros emocionales con las primeras personas que conforman su entorno: sus padres, familiares, amigos de la casa, allegados, maestros, y con los espacios sociales que debe enfrentar una niña de educada sensibilidad y de tintes burgueses a medida que el mundo se le muestra: el hogar, el colegio, la calle, el barrio, hasta llegar a la ciudad. Solirio caracteriza sutilmente todos estos elementos y cavila profundamente en su trascendencia, pero lo hace con nostalgia, con pesimismo ontológico, porque en su condición de habitante de un indefinible limbo, ya sabe de la finitud y fragilidad de todas las cosas humanas. En diversos apartados hay un estilo que podríamos afirmar proustiano, en el sentido de ese examen minucioso de los pequeños detalles cotidianos para asumirlos a la luz de la experiencia ganada con el tiempo, y del rescate de los recuerdos que, veleidosos y arbitrarios, alguna vez se instalaron en la mente y por razones inciertas, acosan ocasionalmente a la conciencia que los retiene. El mundo de La noche infinita es un mundo frágil, leve, huidizo, que amenaza con desaparecer si antes no se logra cristalizar algo de su esencia en palabras escritas, porque amenaza con derrumbarse. Quizás ese es el gran objetivo de la pequeña Solirio, antes que el tiempo -que todo lo destruye- esconda en el cajón del olvido esos sentimientos que una vez nos arrebataron y lo fueron todo. Inconscientemente, Solirio asume la carga moral de dar cuenta de la transmutación de los valores de una sociedad que se desintegra poco a poco y ha dejado de ser el paraíso otoñal de sus ancestros, para convertirse en una salvaje jungla de asfalto en la que debe lucharse duramente para poder sobrevivir. Solirio –extraño nombre que parece conjugar la soledad y el delirio- es una conciencia que se va despertando poco a poco, y se entera paulatinamente de la mezquindad de lo que la rodea, de una realidad cruel y falta de espiritualidad a la que sólo puede combatirse con las posibilidades expresivas del arte. Solirio es ultrasensible, introvertida, una molécula de polvo en medio de la tempestad del mundo que se pregunta por el absurdo y el caos en que se ha sumergido el género humano, ese mismo que adolece de tanta inconstancia, de debilidad, de perplejidad, de ambigüedad, de resignación.
Fotografía: Leonardo Mora |
A pesar de la esencia “ectoplásmica” que nos habla en la novela, la ciudad de Ibagué aparece sopesada por una mirada y un carácter en particular: diversos personajes provenientes de varios estratos sociales y de todos los talantes –poetas, tenderos, docentes, burócratas, músicos- pueden informar al lector con certeza que se trata de la vida de provincia, con sus pequeñas miserias, sus ideas un tanto cerradas de la vida, sus comportamientos, sus expectativas, sus frustraciones. En el libro puede notarse un constante acercamiento a la historia de la ciudad, sus tradiciones y sus imaginarios, sus mitologías y sus construcciones mentales, y el choque cultural entre las etnias americanas y el invasor europeo. De igual forma aparecen lugares identificables de esta ciudad –como el Conservatorio de Música, el Parque Centenario, la carrera Tercera y el tradicional barrio de Belén- pero no solamente mencionados, sino que imprimen su evidente influencia en las conciencias y en las mentalidades y determinan la manera de vivir y de asumir el mundo. Los habitantes de Ibagué sensibles y observadores podrán encontrar correspondencias de su diario vivir con los escenarios de la novela, y encontrarán acertada la manera en que los personajes se mueven y actúan en su ciudad.
En buena hora la novela de Carlos Andrés Oviedo, un joven escritor ibaguereño de 32 años, que sospechamos inaugura una nueva novelística regional y asume el reto de enfrentar la realidad con las armas del arte y el intelecto, para crear obras estéticas que puedan darnos cuenta de la condición humana de una forma más acertada y consciente, en un contexto local donde no abunda la calidad y el trabajo minucioso en términos literarios.
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