Por Leonardo Mora
sanagustinconfesiones73@gmail.com
Este
filme (título original: La loi du marché,
La ley del mercado) del director francés Stéphane Brizé nos muestra, antes que
una historia o trama definida, ciertos eventos de la cotidianidad de un hombre
austero, serio, que sobrepasa los cincuenta años, el cual recientemente ha
perdido su trabajo, lo cual es efectivo para ilustrarnos acerca de la vida de cierta
clase trabajadora en Francia y su relación con las instituciones reguladoras de
la vida social, especialmente en el ámbito laboral. Asistimos entonces a la
manera en que este personaje se enfrenta a burócratas de todo tipo: empresas financieras,
oficinas de empleo, grupos de asesoría, o los administrativos del colegio en el
que su hijo discapacitado estudia.
Son palpables los sentimientos del personaje
con respecto al tipo de dinámicas institucionales calculadas, frías, eminentemente
prácticas, de algún modo ridículas y risibles, a las que se ve enfrentado: dado
su carácter, sospechamos cierta resignación e incomodidad suya frente a esos
rezagos de la salvaje ley del mercado, imposibles de esquivar porque esos elementos
constituyen el precario sistema social actual que debemos obedecer. Los
problemas empiezan cuando el hombre, ya en posesión de un empleo nuevo, empieza
a verse afectado por ciertos eventos malsanos que se suceden en su entorno
laboral: debe asumir con integridad las faltas cometidas por extraños y hasta
por sus colegas y se ve obligado a observar la tirante relación entre los
parámetros del sistema, la legalidad establecida y las individualidades
anónimas, pequeñas, torpes, sumergidas en unas circunstancias que no pueden
explicar, y a las que sus equivocaciones les pueden costar muy caro. La
moralidad del personaje frente a este juego incierto de influencias es
constantemente puesta a prueba y paulatinamente va siendo llevada al límite. El
paralelo temático del filme son los pequeños grandes instantes de regocijo del
protagonista en su vida personal y familiar, sus hobbies, su vida marital, que
finalmente componen la justificación para seguir resistiendo y no sucumbir ante
el embate de lo institucional.
La actuación de Vincent Lindon –ganador a mejor actor en el último festival de Cannes- es estupenda: encontramos una bien
dosificada expresividad en su rostro ante sus circunstancias, lo cual nos
recuerda un poco a los personajes de Bresson, en los que el espectador atisba
una corriente interna de emociones contenidas; su personalidad es más perfilada
a través de sus actos y sus encuentros con los demás. Lo extraordinario o
magnífico de este personaje es que se equipara a millones de trabajadores modestos
y nobles que sólo buscan poder mantenerse a sí mismos y a su familia en unas
condiciones mínimas de bienestar.
El director opta por mostrar su
historia de manera escueta, directa, predominantemente con cámara en mano, sin demasiados planos
ni juegos visuales, a manera del documental, sin artificios técnicos: apuesta
por un realismo estricto y honesto, porque tal es la situación temática que se
plantea, lo cual siempre es atinado y refrescante en medio de la avalancha de
filmes esteticistas que pretenden ser poéticos pero que no traslucen nervio ni
alma y se asemejan más a baratas y adocenadas postales de ocasión. El precio de
un hombre es un filme sensible y profundo, sin pretensiones extrañas, construido
con entereza, sin dejar de lado un sentido irónico y situaciones cómicas, que
vale la pena disfrutar.
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