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Calle de la vieja linterna (2003): un relato de Cesar Pérez Pinzón, a diez años de su ausencia

Hoy se cumplen diez años desde la desaparición del escritor tolimense César Pérez Pinzón, quizás el mejor cuentista surgido en la historia de esta región colombiana. Ofrecemos al lector uno de los relatos de su gran obra Hijos del Fuego (2003), un creativo compendio basado en las biografías de diversos artistas y escritores de la cultura universal, compuesto con un estilo preciso y depurado y respaldado por una rigurosa investigación de varios años. La obra fue la ganadora del Premio Nacional de Cuentos Ciudad de Bogotá 2013, organizado por el Instituto Distrital de Cultura y Turismo.





Calle de la vieja linterna

Por César Pérez Pinzón




En 1903 el teatro de Sarah Bernhardt había satisfecho la demanda dramática de los parisinos con representaciones de Musset, de Dumas, de Rostand, de Beaumarchais, y preparaba nuevos montajes con la presencia múltiple de la actriz en la cresta de su fama. Fue entonces cuando Eduard Grey Howard, actor prescindible de la compañía, comenzó a murmurar que en la invernal madrugada del 26 de enero de todos los años, se reflejaba en el fondo del palco de proscenio, por tres veces consecutivas, la sombra de un ahorcado.

    Viejo ya para el pánico, no para la curiosidad porfiada, volcó su palabra indagadora en los hombres trajinados del teatro. Recibió respuestas mudas y gestos de conmiseración en los tramoyistas, de desgana en los otros actores, de enfado o displicencia en los directores. La Bernhardt le rozó el mentón con el índice enjoyado, y lo honró con una sonrisa de desfallecida indiferencia; sólo entre los de vestuario y maquillaje, más dados a la superstición, se compartió su perplejidad.

  Producto de un hogar victoriano, según él de tibio parentesco con el estadista Charles Grey, y menos tibio con Henry Howard, el poeta inglés encarcelado y ejecutado en 1547 por haber comido carne en cuaresma, no desmayó ante esa apatía; activó el Self control británico y decidió penetrar por su cuenta el misterio de las sombras en el palco de proscenio. Todavía se conservan las cuartillas en las que escribió el resultado de sus indagaciones, en el museo familiar de su nieto Albert Grey —destacado paleógrafo al servicio de la Corona en Italia—, ubicado a doscientos metros de la calle del Corso en Roma. El escrito, de letra menuda no carente de temple y grandilocuencia, inicia delatando una vergüenza:

   “Aficionado a escribir cuanto acontecimiento digno de registro observo, sería inútil vacilar por el mero hecho de hallarme ante lo desconocido. Debo confesar que al escribir revelo al eventual lector mi fatal ignorancia de hechos que a cualquier hombre de mediana cultura haría injuriar. No obstante, yo, el educado en el Coleridge College, y cuya primera impresión visual fue el esplendor dormido de una biblioteca; que a los nueve años acometí el desafuero de copiar, de puño y letra, la totalidad de El paraíso perdido, para sentir con mayor rigor la derrota del pecado; que como Samuel Johnson quise beber de todas las fuentes para hacer de mi vida una abundancia de sabiduría; que jamás he soslayado el entendimiento con los anales históricos; yo, que un día ofreceré al menos un libro digno del lector más exigente; debo reconocer la pena de una ignorancia que me hizo objeto de burla entre los más cercanos. Aunque ahora me es familiar lo relacionado con la sombra del palco de proscenio, pido a Dios —en un egoísmo que me infama— que haya alguien que comparta hoy mi ignorancia de ayer. Como yo, no será culpable; tampoco compensado con la absolución.


Édouard Manet: Madame Manet (Suzanne Leenhoff, 1830–1906) at Bellevue (1880)
   ”Ahora puedo decir que la sombra, esa sombra que me acosó durante las semanas de mi indagación, y que me indicaba la viva presencia del maligno, era el retorno sobrenatural de un santo. Aun hoy, mientras rasguño el papel, mi imaginación sitúa al infortunado hombre fraguando su aniquilación frente a la calle de la Vieja Linterna, ese lugar de depravada miseria, absorbido por el teatro de Sarah Bernhardt en 1899. 

   ”Lo llamaron Gérard y nació en mayo de 1808, según los astrólogos, bajo el maléfico influjo de Plutón. Prueba de ello es que eligió una ocupación plutónica: poeta. Se declaró Hijo del Fuego en oposición a los Hijos del Lodo, estirpe de Abel. Creó su propia mitología porque no quería ser deudor de nadie. La obsesión por las religiones fue uno de sus goces más íntimos. Cierto día, en casa de Víctor Hugo, a alguien que no lo entendía o fingía no entenderlo impugnando su carencia de religión, le respondió: ‘¿Qué yo carezco de religión? ¿Yo? ¡Cuando tengo por lo menos diecisiete!’ Ya había sido pagano en Grecia, musulmán en Egipto, y en Constantinopla tuvo la revelación de la tolerancia universal.

   ”En sus inicios, bajo la tutela del tío Antoine Boucher en Mortefontaine, Gérard había adquirido la rutina de los libros en la fabulosa biblioteca de su protector. Tal vez por no contar con una familia normal, hizo hermandad con temas inusuales. No en vano el tío Boucher creía en todos los misterios posibles, y aunque de origen ateo, tenía inclinación por un dios-sol. Los ídolos paganos acechan a Gérard en las tapias y los corredores de la quinta. Muy pronto penetra el universo de Swedenborg, el teósofo escandinavo que por más de un cuarto de siglo mantuvo estrecha relación con el más allá. Gérard se vuelve asiduo de Novalis, de la teúrgia, de la magia, de la cábala; se inicia en los Vedas y el Libro de los muertos, que tatuará en la mente hasta el fin de sus días.

   ”Y como todo quería percibirlo, llegaron a él los viejos rumores de un lugar cercano donde años atrás habitara Jean-Jacques-Rousseau, gracias a la generosidad de uno de sus discípulos, quien le regaló la casa como refugio final. Gérard reconstruía en la imaginación el contubernio de los espiritistas y los iluminados que visitaban al filósofo: Cagliostro el palermitano, en algún intervalo de sus arrestos y destierros; Mesmer, cuando ya había intuido en las propiedades del imán un remedio a todas las enfermedades; el conde de Saint Germain, antes de sentirse exhausto y negarse a beber el elixir de larga vida que poseía y que le había permitido ser testigo presencial de hechos ocurridos en épocas remotas. Los vecinos de la región también comentaban que un viejo científico apellidado Franklin, después de su estancia en París, llegó hasta allí a obrar sus experiencias de magnetismo.

  ”En la religión personal de Gérard, Adonai es terrible. Pronuncia su atronadora maldición y condena a los Hijos del Fuego: ‘Aunque de alma superior, serán juguete de los opulentos. Se esforzarán por la gloria de los pueblos pero no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia serán los esclavos, serán los desdeñados, serán los solitarios. Corazones sensitivos, serán el blanco de la envidia. Entre ellos se desconocerán. Aunque dueños del poder de provocar cataclismos, la correspondencia amorosa estará vedada a los Hijos del Fuego. Poseerán la desdicha’. Ya él se sabe miembro de esa cofradía penitente.

   ”Así pues, Gérard ve romperse uno a uno los intentos de unión ideal con las mujeres que amó, en su forma particular de amarlas: todas son una misma, las reales y las creadas por él; en el rostro de una ve el rostro de todas; en el rostro de todas ve una sola; son la imagen transfigurada de la única, la primordial, la de los orígenes: Isis, su madre muerta, la Virgen María…

   ”La condena de Adonai lo incomoda: juzga injusta la negación amorosa y se atropella en sentimientos por una actriz. La obra en que ella actúa se demora en escena; Gérard no falta a una sola representación y la sepulta en misivas de embeleso firmadas por ‘un desconocido’. Al fin un día, titubeante y muerto de miedo, se le da a conocer como autor de las anónimas picardías, y le lee un drama escrito para ella. Jenny Colon acepta volver a verlo.

   ”Y él se prepara a dispensar una adoración turbulenta: escribe obras de teatro que ella protagonizará. Por encargo suyo, Théophile Gautier alaba a Jenny como una mujer digna del pulso del Véronese. Después, beneficiado con la herencia de un abuelo comerciante de ropa blanca en París, llena su apartamento de la calle del Doyenné con objetos exóticos asociados a ella, obtenidos en oscuros anticuarios. No duda en comprar en ocho mil francos un gran lecho de columnas Renacimiento, donde Margarita de Valois habría urdido sus Memorias. Para ponerlo en su sitio y agradar a Jenny, hubo de agrandar la puerta. Jenny es la reina; él y sus contertulios de la Bohemia Galante, cuya sede es el apartamento de la calle del Doyenné, sus áulicos. El joven heredero tiene un ataque de mecenazgo y crea una lujosa revista, Le Monde Dramatique, en la que colaborarán todos sus amigos. Él se reserva la crítica teatral. La carrera de Jenny alcanza cúspides delirantes.

   ”La Bohemia Galante dura dieciocho meses. En julio de 1836 fallece Le Monde Dramatique; se han agotado los treinta mil francos que le legara su abuelo. Gérard tiene el lastre de las deudas que ya no le abandonarán jamás. Como es natural, se ve obligado a dejar el apartamento del Doyenné; vende todos sus enseres. Jenny Colon se casa con un flautista abúlico, acaso sin haber probado el lecho que fuera de Margarita de Valois.

   ”De la herencia le ha quedado un provechoso viaje a Italia. Ha visitado Florencia, Génova, Livorno, Civitavecchia, Roma y Nápoles, donde la visión del suicidio lo corteja; la visión se repite en París; el Sena es su objetivo, pero fuerzas superiores lo hacen vacilar. De la Bohemia Galante obtuvo la permanencia de grandes amigotes, el recuerdo de libertinos concilios y momentos de inspiración desperdigados en el apartamento. Deja errar la mente y vuelve a ver a Théophile Gautier escribiendo soberbios capítulos, acostado sobre el vientre en un diván; a Camille Rogier sumergido y diestro en las ilustraciones de los cuentos de Hoffmann; a él mismo ingeniando diálogos para su Reina de Saba. Del amor probó la desabrida sensación del desastre prefigurado y la voz de Adonai prohibiéndole cualquier intento.

  ”Ya en los lugares de la infancia —Ermenonville, Mortefontaine: el Valois— lo había tocado por primera vez ese padecimiento del amor. Como todo bisoño, admira a una mujer mayor, Sophie de Feuchères, espléndida aventurera inglesa, amante del duque de Borbón. Según algunos suspicaces, asesina de éste. El duque fue hallado pendiendo de la falleba de una ventana, los pies en contacto con la tierra. En el interior de Gérard arraigó la imagen de aquel hallazgo, y aparecía intermitente en su evocación. Es indubitable que estuvo también en sus últimos pensamientos.

   ”La baronesa de Feuchères era propietaria de los encantados lugares de Mortefontaine, Saint-Sulpice y Saint-Leu, cercanos a Gérard. Organizaba fastuosas cacerías y ágapes bucólicos, en fiestas abundantes con diademas de flores y baños de fuentes. Él la contemplaba a lo lejos con reverencia impracticable y encogida. Lector laborioso, la inmortalizó en su obra como Petrarca a Laura de Noves; después de muerta la buscó en sus frecuentes delirios para tomarla como esposa; de manera velada ella ocupa espacio en uno de sus libros como Madame F… De todas sus mujeres, imaginarias o tangibles, queda rastro en sus libros. Algunas, como Jenny (Aurelia, Sylvie, Octavie, su madre, Isis…), serán el libro.

    ”Lo subordinó la muerte; la consideraba una segunda vida, era su sombra. En la breve locura del sueño ella le decía que no era hermosa, pero sí buena y compasiva; no daba placer, pero sí el reposo eterno a quien la invitaba. Era porfiada y se le apareció como un fantasma lívido de ojos hundidos, en el que reconoció a Aurelia, mujer de belleza alucinante que ocupaba una porción de su pasado. ‘Es su muerte o la mía la que me ha anunciado’, se limita a decirse Gérard después. También fue leal a la nostalgia; se figuraba en esa muerte de la noche a su madre Marie Antoinette Laurent, perdida cuando él era un niño y la idea de la muerte un sinsentido: tenía dos años. Tal vez se acercó al Opus Mago-Cabbalisticum et Theosophicum, y se decía que él no podría alcanzar el reino de los cielos si no nacía por segunda vez. Quería volver al seno de su madre para ser regenerado. Opinaba que una madre debe por necesidad natural unirse a su hijo. En ese ‘retorno a la Madre’ algunos han visto la prima materia de los alquimistas; otros, el instintivo incesto.

    ” Culpó a su padre de la mala fortuna de esa mujer que, con amor de comienzos de siglo, lo siguió en su aventura napoleónica; corrió tras él, que a su vez lo hacía tras el Corso, en su oficio de médico militar. De los tres millones de muertos que dejaron las campañas de Bonaparte en quince años de fuego, la de Rusia sepultó a su madre, exhausta y calcinada de fiebre, en el gélido cementerio polaco de Gloss-Gogau. Con los años el rencor a Etienne Labrunie, su padre culpable, se volvió miedo. En sus cartas de adulto, cuando el honor de la madre ya utilizaba otro apellido para los artículos de prensa y los libros, conservaba el apellido paterno para dirigirse a él. El doctor Labrunie no lo quería poeta.

 Retrato de Gérard de Nerval - Félix  Nadar 

  ”Tal vez por esa incompatibilidad, Gérard escribió abundante obra poética, teatro, periodismo, prosa poética; gran parte de esa abundancia ha desaparecido, lo certifican testigos de primera mano. En toda su obra se vislumbran su pasado y sus emplazamientos.

   ”Aunque desde temprano fue alejado de aquellos lugares, impidió que el tiempo los tachara. Volvía a ellos en las vacaciones o en la memoria. Espejo de una generación encandilada por los ecos fragorosos de las campañas de Bonaparte, y repentinamente confinada a un mundo vacío y zafio, adopta el recurso salvador del infinito de la memoria, de la mirada hacia atrás, del esguince a un presente sin perspectiva; tal vez no quería mirarse al espejo. Identifica a Bonaparte con el dios Horus, principio de renovación, el eterno retorno a una edad dorada; lo convierte en su ancestro mítico, y no duda en afirmar que su madre fue salvada por el emperador al atravesar el Bereziná; el lecho del río habría sido su extraordinaria cuna. El doctor Labrunie fue de esta manera un magnífico cornudo.

   ”A una edad perturbada, entre la niñez y la adolescencia, pierde todos los miembros de la familia materna. Plutón hace presencia; vincula los misterios de la vida y la muerte. Este perverso vínculo siempre caminará a su lado; será su sosia imperturbable; aparecerá trenzado en la imaginación del poeta. Con frecuencia llega a verlo; es él mismo. En muchas de sus crisis mentales cruza por su lado. Gérard se convierte así en espectador y actor como todos los que sueñan. Recuerda entonces una tradición muy conocida en Alemania según la cual cada hombre tiene un doble; doble que, cuando es visto, anuncia que la muerte está próxima. Abomina de la muerte presentada así. El doble es inmundo. La lengua alemana lo ha llamado Doppelgänger, y ante él se destroza su voluntad.

   ”Gérard irradia bondad, aunque es un hombre sufrido; esta virtud es su patrón. En su cenáculo lo llaman ‘el buen Gérard’. Queda complacido cuando le piden un favor, dicen; casi da las gracias por haber pensado en él. En seguida parte. Va del Arco de la Estrella a la Bastilla, del Panteón a Batignoles, en busca de un periódico para proponer el artículo de algún amigo en dificultades de dinero. Su paso es alado como el del avestruz. No es un hombre, piensan muchos, es un alma. Pertenece a la literatura ambulante porque reprueba el encierro y los despachos privados. Trabaja caminando. Alguna vez se detiene de improviso, saca de su bolsillo una libreta y reanuda la marcha. A veces lo ven en la calle con el sombrero en la mano, ausente del lugar donde se halla; los amigos se cuidan de llamarlo bruscamente. Es el respeto a los iluminados.

   ”Pero tal vez él ya ha tenido una mal augurio: un escarabajo que arrastraba su bola en el camino de Siria, en uno de sus viajes; un cuervo doméstico, comensal del miserable hogar donde aceptó un vaso de vino en la travesía de Beirut a San Juan de Acre; tal vez sea el mismo cuervo que bate las alas y grazna en la calle de la Vieja Linterna que le ha prefijado Plutón y que él visita con frecuencia en una insana voluntad de prefigurarse el fin. Ya en la infancia se ocupó de estudiar los atributos de esa agorera ave que hará sombra en su vida. Y a la vista del infortunio vuelve la mente a los primeros años, para recuperar la despreocupación de la niñez.

   ”Para felicidad del doctor Labrunie, el Collège Charlemagne lo recibe en París, y Gérard no desalienta esa felicidad. La educación clásica es su botín y ya se inicia como poeta. Magnificará fantasioso los conocimientos adquiridos entonces en Paseos y recuerdos, obra en la que se presenta como un prodigio en artes, ciencias, lenguas vivas, muertas y exóticas; pero más sincero, los comentará en su justo valor en Viaje a Oriente, donde el solfeo es para él una abominación y las lenguas orientales algo menos que el terror personificado. Con todo, se sabe que fue un lector infatigable y —por la revisión de sus escritos, por testimonio de sus cercanos— algo caótico. Ya conocía a Cervantes y lo imita leyendo cuanto papel llega a sus manos, aventurándose en todo tipo de temas. En el colegio es encumbrado por la versificación latina, por la retórica, por la redacción. No tarda en absorber la literatura europea y su curiosidad lo anima hacia la canción y la poesía populares. De ahí derivan sus Canciones y leyendas del Valois, que se leen con gozo. Sus primeros versos, escritos a los trece años, consiguen la admiración de los condiscípulos. Ya se pregunta por el tiempo y la inmortalidad; en los posteriores sonetos de Las Quimeras, estos temas se combinarán con elementos tomados de la alquimia, del tarot, de extraños mitos de los griegos, de otras razas fundacionales; también abarcarán sus obsesiones y experiencias íntimas. Cuando ya está fogueado, afirma que la magia de sus sonetos se desvanecería si intentara explicarlos.

   ”Por afecto a la cultura de raíces teutónicas, cuyo ámbito mítico captura su atención (ha conversado con elfos, ha visto regresar los cuervos por encima de la montaña del aquelarre, los duendes han salido ante él de las hendiduras de las rocas del Hartz, ha visto la danza de las hechiceras en la gran ronda del Walpurgis), a los dieciocho años se arriesga en una traducción del Fausto de Goethe. El coloso de las letras germanas no tarda en demostrar su admiración. Augura que ese joven irá muy lejos. La predicción de Goethe se repite con frecuencia. ‘Joven, usted llegará lejos’, señala a su vez el editor Tusquet a propósito de algunas de sus obras posteriores. ‘El destino les ha dado la razón —dirá Gérard con sorna— inspirándome la pasión por los largos viajes’. Y sus viajes fueron largos: peregrina Oriente, que lo lleva desde Grecia hasta Asia Menor, pasando por Malta, Alejandría, El Cairo, Constantinopla, Beirut, San Juan de Acre, Esmirna. De allí procede su Viaje a Oriente que es, ante todo, un viaje interior del artista; no evita, por supuesto, Alemania, Inglaterra, Holanda.

   ”Siempre estuvo abierto a todas las posibilidades y esto lo dejó admitir el alma de los animales; se detiene en tiendas de pájaros y se maravilla con los loros de los que, según él, procede el hombre. Lector de Gallad y de Gustav Weil, orientalistas que tradujeron Las mil y una noches, sospecha que bajo un árbol de las Tullerías se oculta un fabuloso tesoro; como Mohamed el Magrebí, el soñador de sus lecturas, no duda en buscarlo con frenesí hasta que lo olvida.

   ”Ya los sueños invaden su vigilia. Enloquece. Sorprende a sus amigos con frecuentes discursos donde su palabra es sermón, es proclama, es admonición, es profecía. Y una noche punteada de astros, en plena crisis extática, se lanza tras una estrella elegida que lo guiará hacia Oriente; se despoja de sus vestidos y desgañita arias, himnos y baladas; la policía lo detiene, lo reduce y lo lleva a una delegación. Esta crisis es poética, pero no falta la versión que lo sitúa en la calle Miromesnil, donde Gérard destroza espejos y sillas, teniendo que ser conducido por la fuerza a una casa de locos de la calle Saint-Antoine. La crisis lo frecuenta hasta la muerte: teoriza disparates sobre tetragramas de Salomón, y exhibe arrogante el cordón delgado pero muy resistente que, según él, llevaba atado a la cintura madame Maintenin cuando representaba a Esther en Saint Cyr; ve fantasmas, ve monstruos, ve recuerdos líricos, se ve a sí mismo paseándose a su lado. Y en todas partes ve a sus múltiples y una mujer. Jenny Colon ha fallecido y él ironiza su dolor diciéndose que ella le pertenece más en la muerte que en la vida.

   ”Y así, con el cerebro irregular, la madrugada del 26 de enero de 1855, con una nieve de dieciocho grados bajo cero, se detiene frente a la calle de la Vieja Linterna; dentro del bolsillo solaza los dedos en el ovillo de la cuerda que estrechó la cintura de madame Maintenin. Al salir ha dejado una nota a su tía Labrunie, en cuya casa habita: ‘No me esperes esta tarde, pues la noche será negra y blanca’. Ahora siente las cicatrices del trasnocho confundidas con las de la demencia y rememora las palabras de una paciente del sanatorio Dubois: ‘No hay nada que corrompa el rostro como la locura’; después de ese recuerdo la mente es vertiginosa. Ignora que ha pasado una noche en una taberna de Los Mercados; que ha escrito a su amigo Legrand para que lo rescate en la delegación del Chatelet. Había estallado una riña entre los maleantes que abarrotaban el lugar; la policía acudió al escándalo y se llevó a todos a la comisaría, Gérard con ellos. Sentado cómodamente en su silla, se había negado a decir quién era; insistente, el policía le preguntó qué hacía allí; Gérard respondió: ‘Pienso’. Y así, pensativo, fue conducido a empujones. Al ser interrogado por Legrand sobre los hechos, respondió con temas lejanos; sobre haber empeñado su abrigo, dijo que el Monte de la Piedad guarda bien los trajes de invierno. Sin embargo, le confiesa estar desolado; ha intentado escribir en vano, se aventura en ideas que se le pierden; ni dos líneas es capaz de escribir por día, las tinieblas lo envuelven. Teme que ante su incapacidad lo vuelvan a tildar de loco.

    ”Después se alejó solo y pensativo.

    ”Antes de llegar a la calle de la Vieja Linterna ha visitado algunas casas poco recomendables; hacia las dos de la mañana es interrogado de nuevo por una ronda policial que al momento lo ignora. Mira la calle. Está perdida en el barrio de los carniceros. Gérard conoce en detalle sus rincones y ha gozado la reiterada fascinación de que no tenga salida alguna, que sea ciega, que imposibilite violentarla con el simple acto de cruzar por ella como por cualquier otra calle de París. Hay allí una casa de dormir que anuncia una vieja linterna, donde habrá pasado algunas noches ya olvidadas. En verano ha visto la puerta de esta hostelería para los miserables bostezar al final de la acera. Ahora el invierno es colérico y sella la puerta en el umbral con varios centímetros de nieve, y mancha de blanco la madera exhausta, los goznes y aldabones que la sostienen. Al fondo de la calleja, unas escalinatas de piedra con barandas de hierro conducen a una plataforma que deriva en más escalinatas. En el muro bajo ellas, respira hediondez la embocadura enrejada de una alcantarilla que proviene del mercado de Saint Jacques. El cuervo hace presencia en la imaginación de Gérard; el duque de Borbón suspendido de una falleba palpita en su cabeza. Sin darse cuenta ha sacado del bolsillo el cordón de madame Maintenin. Lo prueba. Sus ojos están ocupados en los barrotes de una ventana —que más es tronera— del muro lateral al fondo de la calle.

     ”Con el primer sol, una lechera y un borracho descubren el cadáver de Gérard de Nerval. El borracho es cortés y lo saluda creyéndolo un vivo. Gérard ha olvidado despojarse del sombrero de copa antes de colgarse. Tal vez quiso jugar su única broma con los vivos antes de hacerlo como sombra intermitente en el teatro.

   ”El fotógrafo Nadar ha dejado testimonio de su vida. El dibujante Doré ha dejado testimonio de su muerte. Yo dejo en estas líneas testimonio de mi perfecta ignorancia”.





    



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Este ameno texto elaborado por Ivan Esguerra Sierra nos adentra en algunas incidencias al interior de la organización y desarrollo del festival rock Young Fest, celebrado el pasado 7 de mayo en la ciudad de Ibagué, Colombia.                                                                      Por Iván Esguerra Sierra ivanesguerra2008@gmail.com “Al que le van a dar le guardan”. Esto dice el adagio popular y por lo que veo, igual que todos los demás refranes; está acompañado de sabiduría y verdad. Me viene perfecto a este caso.     Meses atrás, en la ciudad de Ibagué, Colombia, se promovió un concierto, el Capital Music Fest, en el que la banda principal invitada era la conocida Molotov. A pesar de que este grupo dejó de gustarme hace muchos años, y de que ya la había visto en concierto, decidí comprar la boleta: igual quería ver a las otras agrupaciones que aparecían en parrilla y además, pensaba en el asunto del apoyo a la cultura local. Fui de los primera