Por Leonardo Mora
colectivozerkalo@gmail.com
Un joven de aspecto inteligente y pelo largo
me ha preguntado si las películas, o más bien
el hecho de ser filmado, puede hacer daño, si
puede destruir a una persona. En mi corazón la
respuesta ha sido que sí, pero le he dicho que no.
Werner Herzog, Conquista de lo inútil.
En el breve prólogo del libro Conquista de lo inútil, Werner Herzog señala sin falsa modestia lo que ha consignado durante la realización de uno de los más importantes filmes de su carrera, Fitzcarraldo (1981): “Estos textos no son un informe de rodaje –este apenas se menciona-, y son un diario solo en el sentido más amplio. Se trata de otra cosa: más bien paisajes interiores, nacidos del delirio de la selva. Pero tampoco de eso estoy seguro”.
Conquista de lo inútil se nos revela entonces no como un higiénico diario de viaje que refiere encuentros de ocasión, pasajes de dudoso interés y anécdotas jocosas para un público ávido de entretenimiento, ni tampoco una pretenciosa bitácora de cineasta adocenado para impresionar en festivales; antes bien, resulta ser un alucinado texto de un artista que se ha propuesto no sucumbir ante las increíbles y difíciles circunstancias de la selva amazónica peruana durante varios años, donde ha elegido situar y desarrollar una de las obras más significativas de su filmografía.
Gracias a eminentes autores clásicos como Horacio Quiroga y José Eustasio Rivera sabemos el peligro, la locura y la dureza que entraña la vida en la selva. Conquista de lo inútil fácilmente podría inscribirse en esta tradición narrativa de lo telúrico, y no solamente por el tipo de paisaje y circunstancias que desarrolla, sino porque denota un gran talento literario que da cuenta de ese extraño y complejo mundo tan ajeno a nuestros modelos habituales urbanos: su geografía traicionera, su clima hostil y enloquecedor, sus animales peligrosos y maravillosos, su flora exuberante, sus códigos de sobrevivencia, sus eventos que oscilan entre lo real y lo fantástico, su capacidad de influencia y trasformación en las relaciones humanas, entre otros incontables aspectos. La vida selvática, además de ser comunicada a través de una bien lograda narración que varias veces alcanza gran vuelo poético, también logra hacer que el lector sea partícipe de ese estado febril de conciencia que puede producir la naturaleza en su acepción más agreste, y que exige gran fuerza y tenacidad para enfrentarla. Los lectores también podrán constatar que Herzog es un gran artista de las letras (y no solo de las cámaras), está notablemente atento a lo que sucede a su alrededor, y su prosa está secundada por una gran capacidad de percepción y reflexión; su admiración y respeto por la selva quedan claros en diversos pasajes del libro, y es loable su empecinamiento en darnos cuenta de ello de la manera más espiritual y sincera posible.
El hecho de internarse en una peligrosa selva al mando de un admirable grupo de personas que lo siguen como a una especie de mesías, ya es una enorme hazaña que no cualquiera puede llevar a cabo. Pero quien ha visto Fitzcarraldo, sabe que no es un filme contemplativo ni pasivo: al contrario, posee escenas de gran dificultad y complejidad, como, quizás la más famosa, aquella en la que un barco de vapor enorme es arrastrado arriba por una montaña para situarlo después en un río. Para llevar a cabo sus descomunales proyectos, el director también hubo de vérselas con el manejo y el dominio de poblaciones de todo tipo, compuestas por lugareños, burócratas, fuerza pública, indígenas, técnicos, actores, trabajadores y demás integrantes del equipo de producción. Sobra señalar que las pésimas condiciones para la realización del filme mantenían los ánimos por el suelo o a punto de estallar. En varios pasajes, el director alemán manifiesta una notable capacidad para diseccionar las personalidades de quienes lo rodean, sobre todo la gente que le es más cercana. Algunas personas, relata Herzog, fueron de gran ayuda y mostraron positivos niveles de comprensión, lo cual facilitó su trabajo de dirección. Pero otros, como el enloquecido y arrogante Klaus Kinski, hicieron todo lo posible para comportarse de manera caótica e insufrible. Lamentablemente, este actor alemán resultó ser imprescindible para este y otros filmes de Herzog (Kinski fue uno de los mejores actores de su generación sin lugar a dudas), y entonces hubo que tolerar sus constantes desatinos de conducta, que rayaban muchas veces en la más pura malignidad, con tal de que demostrara su enorme talento y carisma ante las cámaras.
Valga mencionar que durante la creación del filme hubo también problemas políticos como una constante amenaza de guerra entre Perú y Ecuador, o la injerencia de multinacionales del petróleo para invadir territorio selvático. De alguna manera las invasiones colonialistas y de empresas explotadoras de recursos como el caucho, dejaron secuelas de enorme gravedad entre las poblaciones nativas, lo cual repercutió en los planes del realizador alemán. Y ante el embate de tantas dificultades, muchas de ellas inesperadas, hemos de reconocer la fortaleza moral de Werner Herzog, dado que pocas veces se deja ganar de la apatía o del desaliento, y más bien trata casi siempre de comportarse salomónicamente para no echar al traste sus magnos sueños fílmicos. Con seguridad, casi cualquier otro ser humano hubiera abandonado la enloquecida empresa: el mismo Herzog señala que la suya es una conquista de lo inútil, pero nosotros sabemos que en medio de este raro carnaval que es la vida, en el cual nos inventamos máscaras y objetivos para asumirla de la mejor forma, pocas personas han dejado para la posteridad legados de tanta validez como Fitzcarraldo: un enorme filme que patenta que, aunque suene mal, hay hombres de propósitos y visiones más grandes que otros, y tales hombres se han empeñado en dejar una poderosa huella indeleble en su paso por el mundo. Una vez hubo una extraordinaria aventura selvática que el temple de un genio cristalizó en celuloide, para impedir que se esfumara como un delirio de los dioses.
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