Por Leonardo Mora
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Zama (2017) es el último filme de la imprescindible directora de culto argentina Lucrecia Martel. Partiendo de la novela del escritor mendocino Antonio Di Benedetto, titulada de la misma forma, la trama se instala en el enclave paraguayo de España durante la época colonial, y desarrolla pasajes de la vida y figura de Diego de Zama, funcionario del imperio ibérico, que giran en torno a su eterna espera de traslado geográfico para seguir cumpliendo sus funciones. Martel es efectiva en transmitir, a partir de las vicisitudes de este personaje y de su entorno, los dilemas de la espera y sus pedregosos caminos: la sensación de querer cambiar la insípida cotidianidad, inyectarle nueva vida a la rutina y a un contexto insoportables, y seguir dando cara y cuerpo a los acontecimientos mientras se guarda la fe. Lamentablemente, las posibilidades de cambio no dependen de Zama, sino que están sujetos a la maltrecha maquinaria de la corona española y desde luego, mediante la siempre odiosa e insultable burocracia.
De los métodos de la directora para sumirnos en la intolerable espera de Zama y sus consecuencias que crecen como avalancha maligna (lo cual nos recuerda otras esperas cumbres de la cultura latinoamericana como la de El coronel no tiene quien le escriba, del García Márquez menos complaciente y empalagoso), podemos empezar señalando la abundancia de los planos cercanos, invasivos y fijos, que saben equilibrar el diálogo de los personajes con su contexto y se nutren de largos lapsos de tiempo: en el caso del protagonista, ello nos hace compenetrar más a fondo con su sicología, su desempeño en la realidad, mediante imágenes de su rostro que se nos muestra en toda su impotencia, apatía, ingenuidad e irresolución; elementos sostenidos por la impecable actuación y gran carisma de Daniel Giménez Cacho. El parco Zama es un hombre que a duras penas es dueño de sí mismo, sujeto a una vida gris como funcionario de la corona, y que vive casi por fastidiosa inercia, enfrentando incontables problemas en el vulnerado contexto americano que lo circunda.
Hay ciertos momentos muy especiales en el filme, los cuales dan cuenta de cierto estado alucinatorio y emocionalmente delicado de Zama: la realidad le tambalea bajo los pies y cierta atmósfera onírica hace presencia. Aquí irrumpe un tratamiento especial del audio, el cual pasa a llevar la batuta, y se traduce en una música enfermiza, visceral y ocurre el opacamiento sonoro de los diálogos. Estos elementos ayudan a llevar a una cima la negativa situación de Zama, su impotencia de largos suspiros por no ver la cristalización de sus deseos de traslado a Buenos Aires. Otra interesante víctima de la espera, que suelta palabras de aburrimiento y desidia, y que se le presenta a Zama con el hálito del encanto femenino y la tensión sexual, lo representa muy bien el rol de Luciana Piñares de Luenga, dama de mundo, independiente, con carácter, encarnada por la actriz Lola Dueñas.
Estos personajes se instalan en un contexto en el que abunda la degradación, la incomodidad, el peligro que suscita el oportunismo de un cúmulo de enemigos pertenecientes o no al entramado político de España en tierras americanas, pero sobre todo, pueblos nativos y comunidades africanas que campean el oprobio colonialista. Las imágenes nos muestran texturas rugosas, objetos en decadencia, podredumbre y humedad alrededor, polvo, suciedad y salitre al vuelo, semblantes nobles y perversos (los cuales adquieren a veces cierta monumentalidad broncínea lograda a través de una sofisticada fotografía, diseñada por Rui Poças), todo lo cual compone y trastoca la ya mentada espera en la que Zama trastabilla, aguanta, se frustra, se pierde, se enferma. Los encuentros entre los personajes (los cuales logran reflejarse con un especial sentido de intimidad y sensibilidad) interceden más bien que mal en el estado de Zama, quien paulatinamente desiste de las esperanzas: su vida y sus expectativas, ni extraordinarias ni asombrosas, terminan desembocando en un insospechado calvario. En palabras atinadas de Jordi Costa sobre la película, el modo en que se muestra fílmicamente toda la realidad que circunscribe la caída de Zama, hace gala de “la elocuencia de lo sensorial sobre lo racional”. La espera no se comunica, no se expresa, no se reflexiona, se hace sentir. El sabor de la película también recuerda otras historias de abatimiento, tedio y exotismo como las de Werner Herzog en Cobra Verde (1988) y Aguirre, la cólera de Dios (1972).
Un aspecto que hemos encontrado casi como una firma de la realizadora argentina en sus trabajos, es cierto sentido de ambigüedad que solicita al espectador mirada atenta y criterio lúcido para no ser lanzando fuera de la comprensión del sentido que va concatenando el filme. Ello significa más valor en la medida en que no genera una claridad completa que equivaldría quizás a "masticar la trama" para ser mejor digerida. Zama, como en otros filmes de Martel, se manifiesta más bien como un método que no muestra todas sus cartas, sugiere y no exclama, da cabida a la sospecha y a una gama amplia de interpretaciones. Esta elección funciona, por qué no compararla, como el perfecto juego de seducción que se establece entre dos seres que se van enamorando, lejos del burdo asalto pornográfico y más bien cerca de un refinado erotismo. Este gran filme, como la directora, son seguros de lo que son y de lo que hacen: su voluntad no es el afán, es la dosificación sutil y paciente que al final revelará que, en definitiva la fatalidad y su disfraz de la espera, es un asunto que gotea, no irrumpe como disparo.
Sobre la ambigüedad anteriormente expuesta, encontramos que es puesta en entredicho por otros textos sobre el filme, como el que escribe Martí Sala:
La primera parte de esta idea es cierta. Los productos artísticos obedecen a formas y elementos de incontables tipos, como los que abogan por una especie de "objetividad" o "realismo" sin sentencias, y aquí el cine juega un papel importante por su manera de representación. Pero la segunda idea, sobre la "profundidad" de Zama, nos genera dudas, y pensamos lo siguiente: quizás el contenido de una película no debe ser profundo, como no lo es la realidad, la cual pudiera limitarse -según la persona de ocasión- a sólo un suelo y a un cielo: quizás la profundidad reside en el espectador inteligente y sensible que conduce sus percepciones al más alto nivel. Quién sabe que pudiera decirse, por ejemplo, sobre asuntos como los filmes minimalistas de Yasujiro Ozu, o los escuetos y fantásticos relatos de Hemingway. ¿No pasa nada en ellos? ¿No son profundos porque no están plagados de inquisiciones filosóficas usurpadas y pretenciosas? Este asunto de esperar diálogos profundos y llenos de sabiduría en las películas es una corta y popular visión generalizada del cine que es necesario cuestionar, y que quizás sea un "lastre" con filiaciones más literarias que cinematográficas. Pero de cualquier forma, en otro apartado, Martí Sala acierta en otros aspectos como la sustancialidad exigida en los planos de Zama, “con alguna que otra intención pictórica, pero que, sobretodo, sirve a los directores para remarcar la importancia del contexto”.
(1) "Zama (Lucrecia Martel)": Texto de Martí Sala, en portal web Cine Maldito. Disponible en: http://www.cinemaldito.com/zama-lucrecia-martel-2/
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