Por Juan Camilo Roa
La cinemateca francesa ofreció del 18 al 29 de marzo de 2009 el ciclo de proyecciones “La literatura francesa vista por el cine mexicano”, que incluía, por planeación de Carlos Fuentes, la última película del realizador mexicano Alejandro González Iñárritu: Babel (2006). Al cabo de la proyección, Carlos Fuentes y González Iñárritu sostuvieron ante los asistentes una conversación que abordó principalmente dos temas: la posibilidad de un concepto de cine mundial por oposición al cine nacional y la relación entre el cine y la literatura. Esta reseña, escrita por Juan Camilo Roa, quien presenció de primera mano el debate, puede ser una invitación para adentrarse en dos aspectos claves dentro del discurso cinematográfico actual.
El cine nacional.
El encargado de la presentación de Babel dijo, justo antes de que empezara la proyección, “a continuación, la película mexicana Babel”. Ninguno de los asistentes pensó que fuera inexacto referirse a Babel como una película mexicana sólo porque su director nació en México, salvo González Iñárritu. A mi manera de ver, hay que distinguir dos problemas en esta discusión. De un lado, el hecho de que la cabeza de la realización de una película tenga la responsabilidad de darle nacionalidad a un filme de igual forma a como se dice de Las Olas que es una novela británica por tener a Virginia Woolf por autora. Esto es problemático porque, a diferencia del caso literario, el cine nunca (o casi nunca) tiene por único y definitivo autor a su director. Éste necesita, a su vez, de un guión, de alguien que se encargue de la fotografía, de la dirección de arte, de actores o de las cámaras, etcétera. Así que su protagonismo se ve, si bien no del todo aniquilado, al menos sí reducido. Esto se soluciona más o menos fácilmente: si una película tiene 3 o 4 nacionalidades se citan todas en ese ítem malévolo “país:”.
Carlos Fuentes divide al cine mexicano primitivo en dos tipos: el de prostitutas (un cine de producción barata: lo bastante comercial, rápido y fácil como para ser producido a gran escala) y el cine de “devoradoras de hombres” (cuyo mejor ejemplo es probablemente María Félix). Estos tipos antiguos habrían monopolizado la cinematografía del país y copia tras copia el cine nacional se constituía entre estas estrechas categorías con ligeras variaciones. Fuentes reconoce en González Iñárritu una de los grandes puntos de giro del séptimo arte mexicano y a él se suman otros realizadores como Fernando Eimbcke (Temporada de patos, 2004).
Más allá de la mera vanidad y del patriotismo de los implicados en la realización y producción de una película, el problema es darle al arte una nacionalidad pretendiendo que esto sea, más allá de una simple seña, de una indicación cuyo único objetivo es satisfacer la curiosidad del espectador; un adjetivo, un prejuicio, un lugar común. Esto es lo que González Iñárritu censura. Una película dirigida por un mexicano no tendría por qué ser sobre mariachis y tequila; análogamente, una dirigida por un colombiano no tendría por qué incluir drogas o violencia o mulas o sicarios o <<a una mujer paisa que tiende a ser putona, pero eso sí “echada pa’ delante”>>. Hagamos, diría González, cine por el cine mismo. Alejémonos de cualquier estereotipo nacional. ¿Por qué tenemos la impresión de que la única forma para que se nos incluya en el mercado internacional o para que se nos otorguen premios es mostrando los más vulgares e insensibles valores de la nación? Ni siquiera debería ser un objetivo resaltar los mejores valores, cualesquiera que sean.
No puedo pensar en un ejemplo mejor que la misma Babel. Una película rodada en latitudes diferentes, en lenguas diferentes, con actores de distinta nacionalidad, filmada por este realizador mexicano que se refiere a sí mismo como uno de “los ya no tan jóvenes” directores prestigiosos del cine contemporáneo, pero sobre todo, una película sobre ningún estereotipo de ninguno de los países que participan en ella, en especial no sobre los de México.
¿Cómo se relacionan el cine y la literatura?
Para responder a esta pregunta Carlos Fuentes recordó el proyecto de escribir un guión en coautoría con Gabriel García Márquez. Según Fuentes, cuando se reunía con García Márquez para adelantar el proyecto, podían tardarse horas en discusiones gramaticales que retrasaban considerablemente el desarrollo del guión, entiéndase, la cantidad de palabras escritas en el papel. Si no era porque el lunes Fuentes le recriminaba a Gabo el lugar correcto de una coma, era porque otro día el colombiano reprobaba un adjetivo sospechoso sugerido por Fuentes. Así, dice Fuentes, “decidimos que pese a que éramos amantes y grandes espectadores de cine, no éramos cineastas, sino escritores”. Si bien esto apenas y deja ver una posición al respecto de la relación en entredicho, la perspectiva de Fuentes, luego reconfirmada y llevada al extremo por González Iñárritu, tendería más a que entre cine y literatura hay menos en común de lo que podría pensarse. Quizás más que una relación de colaboración y crecimiento recíproco, podría tratarse, para él, de una relación de coincidencias pequeñas que no tienen demasiada importancia: La posibilidad de contar una historia, de narrar, de una u otra manera, pero más allá de eso, que de por sí es una labor que puede hacer también una tía chismosa en una reunión familiar o un testigo en una comisaría de policía, parecería no haber nada en común.
González Iñárritu defendió la idea de que entre el cine y la literatura no hay nada en común. A mi manera de ver, esta posición tiene consecuencias que, sospecho, ni siquiera el mismo González se atrevería a reconocer. Cuando menos tienen en común algo como la imagen (así sea mostrada directamente o sugerida indirectamente a la imaginación). Si un escritor decidiera escribir sobre alguien que sube unas escaleras, podría describir sus pensamientos, sus sentimientos, los olores que percibe, etcétera. El cineasta, en cambio, según González Iñárritu, cuando hace una escena del mismo evento sólo puede lograr mostrar a un tipo que sube unas escaleras. El guión está lejos de ser un texto literario. No hay para él ninguna relación entre la literatura y el cine. Si González subestima o no el poder de la imagen cinematográfica, por ejemplo, para transmitir un sentimiento del tipo que sube las escaleras, lo dejo a consideración del lector. Hasta ahí lo que mi deplorable memoria nos deja.
Abril de 2009
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