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La Heroína (1970): un relato de Patricia Highsmith


Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 19 de enero de 1921 - Locarno, Suiza, 4 de febrero de 1995) fue una novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso. Tuvo una temprana vocación por la escritura y en 1935 escribió su primer relato, el cual no se ha conservado. Era también una lectora voraz. Le interesaban temas relacionados con la culpa, la mentira y el crimen, que más adelante serían los temas centrales en su obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes literarios.

    En 1943 empezó a trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y en esa época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal, la cual trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la reimprimió con el título de Carol revelando que era ella la verdadera autora y confesando en su epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".

    Empezó a escribir gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en los Archivos Literarios Suizos, en Berna. El pesimismo de sus historias, su exclusión de todo sentimentalismo y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.

   (Todos los anteriores datos han sido extraídos de Wikipedia).

  "La Heroína" es un relato extraído del libro de relatos Once, publicado originalmente en 1970 con el nombre de Eleven: The Snail-Watcher and Other Stories. La presente traducción al castellano fue realizada por P. Elías


La Heroína


La muchacha estaba tan segura de que le darían el empleo, que se fue con desenvoltura a Westchester llevando ya su maleta. La invitaron a sentarse en un cómodo sillón del salón de los Christiansen. Con su abrigo y boina azul marino, parecía aún más joven que sus veintiún años y contestaba con toda seriedad a las preguntas.

—¿Ha trabajado usted antes como niñera? —inquirió el señor Christiansen.

Estaba sentado en el sofá, al lado de su esposa, con los codos apoyados en las rodillas enfundadas en pantalones de franela gris, y con las manos apretadas una contra la otra.

—Quiero decir, ¿tiene usted referencias?

—Durante los últimos siete meses fui doncella en casa de la señora Howell, en Nueva York.

Lucille lo miró con sus ojos grises súbitamente agrandados.

—Puedo pedirle referencias, si ustedes quieren… Pero cuando vi su anuncio esta mañana, no quise esperar. Siempre he deseado trabajar donde haya niños.

La señora Christiansen sonrió, sobre todo para sí misma, ante el entusiasmo de la muchacha. Cogió una cajita de plata de encima de la mesa del café, se levantó y ofreció un cigarrillo a la chica.

—¿Quiere uno?

—No, gracias. No fumo.

—Bueno —dijo la señora Christiansen, prendiendo su cigarrillo—. Podemos llamarles, claro está, pero mi marido y yo nos fiamos más de las apariencias que de las referencias… ¿Qué te parece, Ronald? Me dijiste que deseabas a alguien a quien de veras le gustaran los niños.

Un cuarto de hora más tarde, Lucille Smith estaba en su cuarto en el pabellón reservado para la servidumbre, detrás de la casa, abrochándose el cinturón de su nuevo uniforme blanco. Se dio un ligero toque de carmín en los labios.

«Esto es como volver a empezar, Lucille —se dijo, mirándose al espejo—. Desde ahora, tendrás una vida feliz y útil, y olvidarás todo lo de antes…»

Pero sus ojos se agrandaron de nuevo, como para desmentir lo que decía. Sus ojos, cuando se abrían así, se parecían mucho a los de su madre, y ésta era parte de lo que quería olvidar. Debía superar aquel hábito de abrir tanto los ojos. La hacía parecer sorprendida e incierta, y aquella no era en absoluto la apariencia apropiada con niños. Su mano temblaba al dejar el lápiz de labios sobre la mesa. Mirándose en el espejo, volvió a recomponer su rostro y se alisó el uniforme almidonado. Solo tenía que recordar unas cuantas cosas como eso de los ojos, realmente hábitos tontos, como el de quemar pedacitos de papel en los ceniceros, o el olvidarse a veces de la hora que era, cosas sin importancia que mucha gente hacía, pero que ella debía acordarse de no hacer. Con práctica, lo recordaría automáticamente. Porque era como cualquier otra persona (¿no se lo había dicho así el psiquiatra?), y las otras personas no pensaban nunca en esas cosas.

Atravesó la habitación, se apoyó en el alféizar de la ventana, bajo las cortinas azules, y miró hacia el jardín de la casa grande. El patio era más largo que ancho, con una fuente redonda en el centro y dos sendas de piedras tendidas como una cruz torcida en la hierba. Había bancos aquí y allá. Debajo de un árbol, al lado de un emparrado, que parecían hechos de puntilla blanca. Un jardín muy hermoso.

Y la casa era la de sus sueños. Blanca, de dos pisos, con persianas de color rojo oscuro, puertas de roble, aldabas de latón, picaportes que se abrían con la presión del pulgar, y grandes extensiones de césped, y álamos tan densos y altos que no se podía ver a través de ellos, de modo que nadie tenía que admitir que había otra casa en alguna parte más allá… La casa de los Howell, en Nueva York, manchada por la lluvia, con columnas de granito y cargada de adornos, parecía, según pensó Lucille, un pastel de bodas ya seco en una hilera de otros resecos pasteles de boda.

Súbitamente se levantó. La casa de los Christiansen era amistosa, viva, floreciente. Había niños en ella. A Dios gracias había niños. Pero todavía no los había visto.

Corrió escalera abajo, cruzó el patio siguiendo la senda que salía de la puerta, se detuvo un instante a contemplar el rollizo fauno que lanzaba agua desde su boca en la fuente de piedra… ¿Cuánto dijeron los Christiansen que le pagarían? No se acordaba y no le importaba. Habría trabajado de balde con tal de poder vivir en un lugar como aquel.

La señora Christiansen la llevó al cuarto de los niños, en el piso superior. Abrió la puerta de una habitación cuyos muros estaban decorados con brillantes dibujos de escenas campestres, animales y personas bailando y ensortijados árboles en flor. Había dos camas gemelas de roble claro y en el suelo linóleo amarillo, impecablemente limpio.

Los dos niños estaban en el suelo, en un rincón, entre cuadernos de dibujo y lápices de colores.

—¡Niños! Os presento a vuestra nueva niñera —dijo la madre—. Se llama Lucille.

El chiquillo se levantó y dijo:

—¿Cómo está usted?

Y le tendió solemnemente la mano manchada por los lápices de colores.

Lucille se la estrechó y con una ligera inclinación de cabeza repitió su saludo.

—Y ésta es Heloise —dijo la señora Christiansen, empujando a la niña, que era más pequeña, hacia Lucille.

Heloise levantó la cabeza para mirar la figura en blanco y dijo:

—¿Cómo está usted?

—Nicky tiene nueve años y Heloise seis —le informó la señora Christiansen.

—Sí —dijo Lucille, que se fijó en que ambos niños tenían un toque rojizo en el cabello rubio, como su padre. Ambos vestían monos azules sin camisa, y tenían las espaldas y hombros tostados. Lucille no podía apartar los ojos de ellos. Eran los niños perfectos para una casa perfecta. La miraban francamente, sin desconfianza, sin hostilidad. Solo amor y algo de pueril curiosidad.

—…y muchas personas prefieren vivir donde hay más campo… —estaba diciendo la señora Christiansen.

—¡Oh, sí!, señora. Es mucho más agradable aquí que en la ciudad.

La señora Christiansen alisaba el cabello de la niña con una ternura que fascinó a Lucille.

—Es casi la hora de la comida —dijo—. Usted comerá aquí con ellos, Lucille. ¿Prefiere té, café o leche?

—Café, por favor.

—Muy bien. Lisabeth subirá dentro de poco con la comida.

Se detuvo en la puerta.

—¿No está usted nerviosa por alguna razón, verdad Lucille? —le preguntó en voz baja.

—¡Oh, no, señora!

—Porque no hay motivo para estarlo.

Pareció que iba a agregar algo, pero sonrió y salió.

Lucille la miró pensando en cuál habría podido ser aquella razón.

—Usted es mucho más bonita que Catherine —le dijo Nicky.

Se volvió.

—¿Quién es Catherine?

Lucille se sentó en un escabel y al concentrar su atención en los dos críos, que seguían mirándola, sintió que se le iba la tensión de los hombros.

—Catherine era la institutriz que teníamos. Regresó a Escocia… Me alegro que haya venido usted. Catherine no nos gustaba.



Heloise estaba de pie, con las manos en la espalda, oscilando de un lado al otro mientras miraba a Lucille.

—No, no nos gustaba Catherine.

Nicky miró fijamente a su hermana.

—No debes decir esto. Eso lo dije yo.

Lucille se rió y abrazó sus rodillas.

Entonces, Heloise y Nicky se rieron también.

Una doncella negra entró llevando una bandeja humeante y la dejó en la mesa de madera clara del centro de la habitación. Era flaca y de edad indefinida.

—Soy Lisabeth Jenkins, señorita —dijo tímidamente mientras disponía servilletas de papel en la mesa.

—Me llamo Lucille Smith —se presentó la muchacha.

—Bueno, le dejo que se ocupe de la comida, señorita. Si necesita algo, avíseme.

Salió, moviendo las caderas estrechas y duras bajo el uniforme azul.

Los tres se sentaron a la mesa, y Lucille levantó la tapa de la fuente mayor, en la que había tres tortillas con perejil, de un amarillo brillante bajo el rayo de sol que cruzaba la mesa. Pero antes tuvo que servir con cucharón la sopa de tomate y distribuir triángulos de pan con mantequilla. Su café estaba en una cafetera de plata y los niños tenían dos grandes vasos de leche. La mesa era baja para Lucille, pero no le importó. Era tan maravilloso estar simplemente sentada allí, con los dos pequeños, con el sol dando alegremente en el suelo de linóleo amarillo, en la mesa, en la rubicunda carita de Heloise frente a ella. Qué agradable no estar ya en casa de los Howell, donde siempre se había sentido torpe. Pero aquí no importaría si se le caía una tapadera de peltre o dejaba caer una cucharada de salsa sobre el regazo de alguien, los niños se reirían nada más.

Lucille sorbió un poco de café.

—¿No come usted? —preguntó Heloise, ya con la boca llena.

La taza resbaló entre los dedos de Lucille y vertió la mitad de su contenido en el mantel. No, no era un mantel de tela, afortunadamente, sino de hule. Lo limpiaría con una servilleta de papel y Lisabeth ni se enteraría.

—¡Cochina! —se rió Heloise.

—¡Heloise! —avisó Nicky, que fue a buscar algunas toallas de papel en el cuarto de baño.

Limpiaron juntos la mesa.

—Papá siempre nos da un poco de su café —le informó Nicky al volver a sentarse.

Lucille se preguntaba si los niños mencionarían a su madre el incidente. Se dio cuenta de que Nicky le ofrecía un soborno.

—¿De veras? —preguntó.

—Pone un poquito en la leche, lo necesario para que se vea el color —explicó Nicky.

—¿Así?

Y Lucille vertió en cada vaso unas gotas de la graciosa cafetera de plata.

Los niños gritaron de contento.

—Sí, así.

—A mamá no le gusta que tomemos café —explicó Nicky—. Pero cuando no mira, papá nos da un poco, como acaba de hacer usted. Papá dice que pasaría un mal día si no tomara café, y a mí me pasa lo mismo… Catherine no nos habría dado café así ¿no es verdad, Heloise?

—¡Qué va! Ella sí que no.

Heloise tomó un largo, delicioso sorbo de su vaso que sostenía con ambas manos.

Lucille sintió que una oleada de calor subía de su cuerpo a su cara y se quemaba en ella. Le caía bien a los niños, de eso no cabía duda. Recordaba cuán a menudo había ido a los parques de la ciudad, durante los tres años que trabajó como doncella en varias casas (ser doncella era lo único para lo que servía, solía decirse), simplemente para sentarse en un banco a mirar a los niños jugando. Pero los niños de los parques estaban sucios y hablaban groseramente, y siempre se sintió alejada de ellos. Una vez vio a una madre dar un bofetón a su hijo. Recordaba haber huido horrorizada y dolorida.

—¿Por qué tiene unos ojos tan grandes? —preguntó Heloise.

Lucille la miró.

—Mi madre también tenía los ojos grandes —dijo deliberadamente, como si fuera una confesión.

—¡Oh! —comentó Heloise, satisfecha con la explicación.

Lucille cortó a pedacitos la tortilla que no tenía ganas de comer. Hacía tres semanas que su madre había muerto. Solo tres semanas y parecía que hiciera mucho más tiempo. Era porque estaba olvidando, se dijo, olvidando la esperanza sin esperanza de los últimos tres años, de que su madre se recobrase del sanatorio. Pero, recobrarse ¿de qué? La enfermedad era algo aparte, algo que la mató. Había sido insensato esperar una recuperación completa del juicio, sabiendo que su madre nunca lo tuvo. Hasta los médicos se lo dijeron. Y le dijeron otras cosas, sobre ella, Lucille. Cosas alentadoras, como que era tan normal como lo fue su padre, mirando la amistosa carita de Heloise, frente a ella, Lucille sintió volver la consoladora oleada de calor… Sí, en aquella casa perfecta, separada del resto del mundo, podría olvidar y comenzar de nuevo.

—¿Listos para la gelatina? —preguntó.

Nicky señaló el plato de la muchacha.

—No ha terminado usted de comer —dijo.

—No tengo mucho apetito.

Lucille dividió su postre entre los dos.

—Ahora podríamos ir al arenal —sugirió Nicky—. Vamos solo por las mañanas, pero quiero que vea nuestro castillo de arena.

Detrás de la casa, en un rincón en forma de L, había un arenal. Lucille se sentó en el borde de madera de la gran caja con arena, mientras los niños empezaban a amontonar y apisonar arena como dos gnomos.

—¡Yo seré la princesa prisionera! —gritó Heloise.

—Sí, y yo la rescataré. Ya verá, Lucille, ya verá.

El castillo de arena húmeda se levantó rápidamente. Había torres, con diminutas banderas de hojalata en lo alto, un foso y un puente levadizo hecho con la tapa de una caja de cigarros cubierta de arena. Lucille los observaba fascinada. Recordaba vívidamente la historia de Brian y Rebeca. Había leído Ivanhoe de un tirón, olvidándose del lugar y el tiempo, exactamente como ahora.

Terminado el castillo, Nicky puso dentro de él una docena de canicas, detrás del puente levadizo.

—Son los soldados buenos hechos prisioneros —explicó.

Colocó otra tapa de caja de cigarros frente a ellos y amontonó arena hasta formar una barrera. Levantó la tapa y quedó como un portalón.

Entretanto, Heloise recogía un poco de grava al lado de la casa, a modo de municiones.

—Rompemos la puerta y los soldados buenos bajan rodando por el puente. Y entonces me salvan.

—No se lo digas. Ya lo verá.

Gravemente, Nicky lanzaba grava desde el borde de madera del arenal, frente a la puerta del castillo, mientras Heloise, detrás del castillo, trataba con sus manitas de reparar cuanto podía lo destruido por la grava, pues además de ser la princesa prisionera era también el ejército sitiado.

Súbitamente, Nicky se detuvo y miró a Lucille.

—Papá sabe disparar con una caña. Coloca la piedra en un extremo y da un golpe en el otro. Se llama una ballesca.

—Ballesta —corrigió Lucille.

—¿Cómo lo sabía usted?

—Lo leí en un libro… un libro sobre castillos.

Nicky volvió a su ataque, turbado por haber pronunciado mal la palabra.

—Hemos de sacar pronto a los soldados buenos. Porque los han capturado, ¿sabe? Cuando estén libres podemos luchar todos juntos y tomar el castillo, ¿comprende?

—Y salvar a la princesa —agregó Heloise.

Mientras observaba el juego, Lucille descubrió que estaba deseando que se produjera alguna catástrofe verdadera, que algo peligroso y terrible ocurriera a Heloise, para que ella pudiera interponerse entre la niña y el atacante, y probar su valor y su devoción… La herirían gravemente, tal vez con una bala o una daga, pero derrotaría a los asaltantes. Entonces, los Christiansen la estimarían y la guardarían para siempre a su lado. Si ahora llegara de repente un loco, alguien que vociferara insultos y tuviera los ojos inyectados en sangre, no le tendría miedo ni un momento.

Vio cómo se derrumbaba parte de la pared de la arena y cómo el primer soldado de canica se liberaba y se deslizaba tambaleándose por la pendiente. Nicky y Heloise gritaron de alegría. La pared se derrumbó completamente y dos, tres, cuatro soldados siguieron al primero, con sus rayas dando alegres vueltas por la arena. Lucille se inclinó hacia adelante. Ahora lo entendía, estaba como los soldados buenos, prisionera en el castillo. El castillo era la casa de los Howell, en la ciudad y Nicky y Heloise la liberaban. Libre, libre de hacer buenas obras. Y si ahora sucediera algo…

—¡Oooohhh!

Era Heloise. Nicky había aplastado uno de sus dedos contra el canto de madera del arenero, al luchar los dos por apoderarse de uno de los soldados.

Lucille tomó la mano de la niña, con el corazón golpeándole el pecho a la vista de la sangre que salía por muchos puntitos diminutos en la piel arañada.

—¿Duele mucho, Heloise?

—Se olvidó de la regla… no debía tocar los soldados ─objetó Nicky.

Enojado, éste se sentó en la arena.

Lucille enrolló su pañuelo en torno al dedito y se llevó casi a cuestas, a la niña hacia la casa, temerosa de que Lisabeth o la señora Christiansen las vieran. Condujo a Heloise al baño contiguo al cuarto de los niños y encontró mercurocromo y gasa en el armario. Suavemente, lavó el dedo. Era sólo un pequeño rasguño y Heloise dejó de lloriquear al ver lo pequeño que aparecía.

—Ya ves que no es nada —dijo Lucille, pero solo para calmar a la chiquilla.

Para ella, no era un pequeño rasguño. Era algo terrible que hubiese sucedido la primera tarde de su estancia allí, una catástrofe que no había sabido impedir. Deseó una y otra vez que la herida fuese en su propia mano y mucho más grave.

Heloise sonrió al ver que le ponía una venda.

—No castigue a Nicky —dijo—. Lo hizo sin querer. Es solo que juega a lo bruto.

Pero a Lucille no se le ocurrió castigar a Nicky. Lo que quería era castigarse a sí misma, agarrar un palo y clavárselo en la palma de la mano.

—¿Por qué hace eso con los dientes?

—Es que creí… creí que te dolía.

—Ya no duele.

Y Heloise salió corriendo del cuarto de baño. Saltó encima de su cama y se tendió sobre el cubrecama canela, que se ajustaba a las esquinas y llegaba hasta el suelo. Su dedo vendado destacaba con una blancura sorprendente contra su brazo tostado.

—Ahora tenemos que hacer la siesta —anunció—. ¡Adiós!...

—Adiós —contestó Lucille, tratando de sonreírse.

Bajó a buscar a Nicky y al subir las escaleras encontraron a la señora Christiansen en la puerta del cuarto de los niños.

Lucille palideció.

—No creo que sea nada, señora. Es solo… solo un rasguño.

—¿Quiere decir el dedo de Heloise? No se preocupe. Siempre se hacen rasguños… Les sienta bien. Así aprenden a tener cuidado.

La señora Christiansen entró y se sentó en el borde de la cama de Nicky.

—Nicky, tienes que aprender a ser menos brusco. Mira cómo has asustado Lucille.

Se rió y alborotó con la mano el cabello del niño.

Lucille miraba desde la puerta. Se sintió de nuevo lejana, extranjera, mas esta vez a causa de su incompetencia. Pero cuán distinto era esto de las escenas que había visto en los parques…

La señora Christiansen dio unos golpecitos en la espalda a Lucille, al salir.

—Lo habrán olvidado al anochecer.

«Anochecer —se dijo Lucille, entrando en el cuarto de los niños—. ¡Qué palabra más bonita!»

Mientras los niños hacían la siesta, Lucille hojeó un libro ilustrado de Pinocho. Tenía avidez de relatos, de cualquier clase, pero sobre todo cuentos de aventuras y de hadas. Y a sus espaldas, en los estantes de los chiquillos, había docenas de libros. Le llevaría meses leerlos todos. No importaba que fueran para niños. En realidad, le gustaban más, porque, esos cuentos estaban ilustrados con dibujos de animales vestidos de personas, y en ellos las mesas, las casas y todas las cosas adquirían vida.

Iba volviendo las páginas de Pinocho con una sensación de tranquilidad y dicha tan fuerte que interfería con el cuento que leía. Recordó que el doctor, en el sanatorio, la había alentado a leer, y le dijo que también fuera al cine.

—Vaya con personas normales y olvídese de los problemas de su madre —había dicho.

(Problemas los llamó en esa ocasión, pero las demás veces habló de tensiones. La tensión, como un hilo, corría a través de las generaciones, se dijo Lucille entonces, hasta a través de ella misma.)

Lucille podía ver todavía la cara del psiquiatra, con la cabeza vuelta ligeramente a un lado, los lentes en la mano mientras hablaba, exactamente igual a como ella creía que debía verse un psiquiatra.

—Solo porque su madre tenía tensiones, no es motivo de que usted no sea tan normal como su padre. Tengo buenos motivos para creer que lo es. Es usted una muchacha inteligente, Lucille… Búsquese un empleo fuera de la ciudad… distráigase… goce de la vida… Quiero que se olvide hasta de la gran casa en que vivía su familia… Al cabo de un año en el campo…

Eso fue hacía tres semanas, después que su madre murió en la sala del sanatorio. Lo que dijo el doctor era cierto. En esta casa, donde había paz y amor, belleza y niños, sentía que las fatigas de la ciudad se desprendían de ella como la piel gastada de una serpiente. Y eso en solo medio día. Dentro de una semana habría olvidado para siempre el rostro de su madre.

Con un suspiro de contento, que casi era un éxtasis, se dirigió a los estantes y escogió al azar seis o siete libros grandes, delgados, de colores brillantes. Abrió uno sobre su regazo, abrió otro y lo apoyó contra su pecho, y sosteniendo los demás en una mano, apretó la cara contra las páginas de Pinocho, con los ojos entrecerrados. Se balanceó lentamente, atrás y adelante, sin darse cuenta de nada más que de su propia dicha y gratitud. El reloj de abajo dio las tres, pero ella no lo oyó.

—¿Qué está usted haciendo?

La voz de Nicky rezumaba una curiosidad cortés.

Lucille bajó el libro que le cubría el rostro. Cuando se dio cuenta del significado de la pregunta, se sonrojó y sonrió, como un niño feliz, pero culpable.

—Leo —rió.

Nicky se rió también.

—Lee usted muy, pero que muy de cerca.

Heloise, que se había sentado también en su cama, bostezó.

Nicky se acercó y examinó los libros.

—Nos levantamos a las tres. ¿Quiere leernos, ahora? Catherine siempre nos leía hasta la hora de cenar.

—Vamos a leer Pinocho —sugirió Lucille, contenta de poder compartir con ellos la dicha que le proporcionaran las primeras páginas del cuento.

Se sentó en el suelo, para que pudieran ver las ilustraciones mientras ella leía.



Nicky y Heloise casi pegaron sus ávidas caritas sobre las ilustraciones y a veces Lucille apenas podía ver las letras. No se daba cuenta de que leía con un interés intenso, que se comunicaba a los dos niños y que era por esto que gozaban tanto con la lectura. Leyó durante dos horas, y el tiempo se deslizó como si fuera apenas dos minutos.


Poco después de las cinco Lisabeth llegó con la bandeja de la cena, y cuando terminaron esta, Nicky y Heloise pidieron más lectura, hasta la hora de acostarse, a las siete. Lucille comenzó con gusto otro libro, pero cuando Lisabeth llegó para llevarse la bandeja, le dijo a Lucille que era la hora del baño de los niños y que dentro de poco iría la señora Christiansen para darles las buenas noches.

La señora Christiansen subió a las siete, y para entonces los pequeños se hallaban ya en bata, acabados de bañar, ensimismados en otro cuento, que Lucille les estaba leyendo, sentada en el suelo.

—¡Sabes, mamá —dijo Nicky—, ya habíamos leído todos esos libros con Catherine, pero cuando Lucille los lee, parecen nuevos!

Lucille se sonrojó de placer. Una vez acostaron a los niños, bajó con la señora Christiansen.

—¿Todo va bien, Lucille?... Pensé que quería preguntarme algo sobre cómo se hacen las cosas aquí.

—No, señora… excepto… bueno, ¿puedo subir una vez, por la noche, para ver si duermen?

—No quisiera que interrumpiera su propio sueño, Lucille. Es usted muy gentil, pero realmente no lo creo necesario.

Lucille se quedó silenciosa.

—Me temo que las veladas le parecerán largas. Si le apeteciera ir al cine, en el pueblo, Alfred, el chófer, podría llevarla en el auto.

—Muchas gracias, señora.

—Entonces, buenas noches, Lucille.

—Buenas noches, señora.

Salió por la puerta trasera, atravesó el jardín, donde el surtidor todavía funcionaba, y cuando puso la mano en el picaporte de la puerta de su cuarto, se dijo que preferiría que fuera la del cuarto de los niños, que ya hubiesen sonado las ocho de la mañana siguiente y que empezara otro día.

Pero estaba cansada, con una fatiga agradable. Qué delicioso era, pensó al apagar la luz, sentirse cansada por la noche (aunque eran solo las nueve), en vez de estallar de energía, en vez de sentirse incapaz de dormir pensando en su madre o inquietándose por sí misma… Se acordó de un día, no hacía mucho, en que durante un cuarto de hora no consiguió recordar su propio nombre. Había acudido presa de pánico al doctor.

Pero esto estaba en el pasado, hasta podía pedirle a Alfred que le comprara una cajetilla de tabaco en el pueblo, un lujo del cual se había privado durante meses.

Echó una última ojeada a la casa desde la ventana. Las cortinas del cuarto de los niños se hinchaban hacia afuera de vez en cuando y eran de nuevo aspiradas hacia adentro. El viento hablaba en las copas de los álamos, que parecían asentir, como voces amistosas, como las agudas, siempre ondulantes voces infantiles…

El segundo día fue como el primero, solo que sin ningún accidente, sin ninguna mano rasguñada… e igual el tercero y el cuarto. Regulares e idénticos, como la fila de soldados de plomo de Nicky sobre la mesa de juegos del cuarto de los niños. Lo único que cambió fue el amor de Lucille por los niños y la familia, una devoción ciega y apasionada que parecía redoblar todas las mañanas. Se fijó en muchas cosas que despertaron su amor: la manera como Heloise bebía la leche a pequeños sorbos y con movimientos del cuello; cómo el vello rubio de la espalda de los niños formaba una espiral al unirse con el cabello de la nuca; y, al bañarlos, la angustiosa vulnerabilidad de sus cuerpos.

El sábado por la tarde encontró un sobre dirigido a ella en el buzón de la entrada del pabellón de la servidumbre. Dentro había una hoja de papel en blanco y dentro de ella un par de billetes nuevos de veinte dólares. Lucille tomó uno de ellos en la mano. Su valor no significaba nada para ella. Para gastarlo tendría que ir a tiendas donde habría otra gente. ¿De qué le servía el dinero si nunca iba a abandonar la casa de los Christiansen? Se amontonarían cuarenta dólares cada semana. Al cabo de un año tendría dos mil ochenta dólares, y a los dos años, el doble. Con el tiempo, podría llegar a tener tanto como los Christiansen y esto no estaba bien.

¿Les parecería muy extraño si les pedía trabajar de balde? ¿O tal vez por diez dólares a la semana?

Tenía que hablar con la señora Christiansen y lo hizo la mañana siguiente. Era un momento inoportuno. La señora Christiansen estaba preparando el menú de una cena con invitados.

—¿Qué hay, Lucille? —preguntó la señora Christiansen con su agradable voz.

Lucille miraba el lápiz amarillo que la señora tenía en la mano moviéndose rápidamente sobre el papel.

—Es demasiado para mí, señora.

El lápiz se detuvo. Los labios de la señora Christiansen se abrieron en signo de sorpresa.

—¡Qué muchacha más extraña es usted, Lucille!

—¿Qué entiende usted por… extraña? —inquirió con curiosidad Lucille.

—Mire… pues que primero quiere estar con los niños a todas horas, día y noche. No se toma ninguna tarde libre. Habla de que quiere hacer algo «importante» para nosotros, aunque no me imagino lo que pueda ser… Y ahora encuentra que su salario es excesivo. Nunca tuvimos a una muchacha como usted, Lucille. Le aseguro que es usted diferente.

Se rió y la risa era tranquila y fácil, en contraste con la tensión de la chica que se hallaba frente a ella.

Lucille estaba fascinada por la conversación.

—¿Diferente? ¿De qué manera, señora?

—Se lo acabo de explicar. Y me niego a rebajarle el salario, porque sería explotarla. En realidad, si cambia de idea y quiere un aumento…

—¡Oh, no, señora! Ojalá hubiera algo más que pudiera hacer por usted… por todos ustedes.

—Lucille, trabaja usted para nosotros, ¿no? Cuida a los niños. ¿Hay algo más importante que esto?

—Quiero decir algo mayor, algo más…

—Tonterías, Lucille —la interrumpió la señora Christiansen—. Me parece que porque las personas con las que estaba antes no eran tan… amistosas como nosotros, no debe usted trabajar para nosotros hasta agotarse.

Esperó a que la chica empezara a marcharse, pero seguía al lado de la mesa, con una expresión de perplejidad en el rostro.

—Mi marido y yo estamos muy satisfechos con usted, Lucille.

—Gracias, señora.

Regresó al cuarto de los niños, en donde estos estaban jugando. No había logrado hacerse entender por la señora Christiansen. Si se atreviera a volver a ella y explicarle lo que sentía, hablarle de su madre y de su miedo por ella misma durante tantos meses, hasta el punto de que nunca se atrevió a beber o a fumar… y cómo el estar con su familia en esta hermosa casa la había hecho sentirse bien de nuevo… contarle todo esto podría tranquilizarla. Se dirigió a la puerta, pero pensó que tal vez la estorbaría o la aburriría con su historia, la historia de una sirvienta, y esto la detuvo. Durante el resto del día, pues, llevó su inexpresada gratitud como un gran peso en el pecho.

Aquella noche se sentó en su cuarto, sin apagar la luz, hasta pasadas las doce. Ahora tenía cigarrillos, y se permitía tres durante la velada, pero incluso tan pocos bastaban para que la sangre le cosquilleara y se tranquilizara su mente, le hicieran soñar sueños heroicos. Al terminar los tres cigarrillos y como deseara un cuarto, se levantó con la cabeza ligera y metió la cajetilla en el cajón de arriba de la cómoda, para evitarse tentaciones. Al abrir el cajón, se fijó que encima de su caja de pañuelos estaban los dos billetes de veinte dólares que los Christiansen le habían dado. Los cogió y, de nuevo, volvió a sentarse.

Arrancó un fósforo del librito y lo encendió, dejando que quemara con la cabeza hacia abajo, puesto en el borde del cenicero. Lentamente, fue encendiendo fósforos, uno tras otro, y los fue colocando estratégicamente para formar un fuego bien controlado, pequeño y oscilante. Cuando los terminó, rasgó a pedacitos el librito de los fósforos, y los dejó caer lentamente en el fuego. Finalmente, tomó los dos billetes de veinte dólares y con algún esfuerzo hizo con ellos trocitos del mismo tamaño y los agregó al fuego.

La señora Christiansen no la había entendido; si viera esto, tal vez la comprendiera. Pero esto no bastaba. Servirlos fielmente no bastaba tampoco. Cualquiera podía hacerlo a cambio de dinero. Ella era diferente. ¿No se lo había dicho así la propia señora Christiansen? Recordó que también dijo otra cosa: «Mi marido y yo estamos muy satisfechos con usted, Lucille.»

El recuerdo de estas palabras le hizo levantarse de la silla con una sonrisa encantadora en los labios. Se sentía maravillosamente fuerte y a salvo en el vigor de su mente y en su posición en la familia. Mi marido y yo estamos muy satisfechos con usted, Lucille. Solo había una cosa que echaba de menos en su dicha. Tenía que ponerse a prueba en un momento de apuro.

Si una peste como las que narraba la Biblia… «Y sucedió que hubo una peste en toda la tierra.» Así lo decía la Biblia. Se imaginaba el agua lamiendo muy arriba los muros de la casa, hasta que casi entrara en el cuarto de los niños y los llevaría nadando a un lugar seguro, dondequiera que fuese.

Se movía inquieta por el cuarto.

O si hubiera un terremoto… Correría entre los muros que se derrumbaban y rescataría a los niños. Tal vez regresaría para recuperar alguna cosa sin importancia, como los soldados de plomo de Nicky y la caja de pinturas de Heloise, y moriría aplastada. Entonces los Christiansen se darían cuenta de su devoción hacia ellos.

O si estallara un incendio. Un incendio puede ocurrir en cualquier parte. Los incendios eran comunes y no requerían la ira de los cielos. Podía haber un incendio terrible con solo la gasolina del garaje y un fósforo.

Bajó y traspuso la puerta interior que conducía al garaje. El tanque cilíndrico de gasolina tenía un metro de altura y estaba completamente lleno, de modo que, de no haberse sentido inspirada por la necesidad e importancia de su acto, no hubiera podido arrastrarlo hasta fuera del garaje y también del pabellón de la servidumbre. Hizo rodar el tanque por el patio, tal como había visto que los mozos hacían con los barriles de cerveza. No hacía ruido, sobre la hierba, solo hubo un breve golpe sobre una de las piedras del sendero, y el sonido se perdió en la noche.

No brillaba luz ninguna en las ventanas, pero si la hubiese habido, no habría detenido a Lucille. Ni tampoco lo hubiera hecho si el señor Christiansen en persona hubiese estado al lado del surtidor, pues probablemente no lo habría visto. Y de haberlo visto, ¿qué? ¿No estaba a punto de acometer un noble acto? Solo habría visto la casa y los rostros de los niños en su cuarto.

Desenroscó el tapón y derramó gasolina en un ángulo de la casa, hizo rodar el tanque más allá y derramó más gasolina en el revestimiento de madera blanca de la pared hasta que llegó al otro ángulo. Entonces, encendió un fósforo y caminó por donde había ido, acercando la llama a los lugares empapados de gasolina. Sin mirar para atrás se fue a la puerta de la casa de la servidumbre, para observar lo que sucediera.

Las llamas eran, a lo primero, pálidas y ávidas, luego se volvieron amarillas con toques rojizos. Mientras miraba, toda la tensión que quedaba en Lucille, en su cuerpo y en su mente, fluyó hacia arriba y la abandonó para siempre, dejando libres sus músculos y su cerebro para que se aposentara en ellos la tensión voluntaria de una atleta antes de la señal de partida. Esperaría a que las llamas lamieran las paredes muy arriba, incluso hasta las ventanas del cuarto de los niños, antes de precipitarse adentro, para que el peligro fuese el mayor posible. Una sonrisa de santa se posó en sus labios, y cualquiera que la hubiese visto allí, en el umbral de la puerta, con el rostro resplandeciente en la luz ondulante, habría pensado que era una muchacha bella.

Había prendido el fuego en cinco lugares, y las llamas trepaban por la casa como los dedos de una mano, calientes y aleteantes, suaves y acariciadores. Lucille sonrió y se contuvo. Luego, súbitamente, el tanque de gasolina, habiéndose calentado demasiado, estalló con un ruido como de cañonazo e iluminó por un instante toda la escena.

Como si esto hubiese sido la señal que esperaba, Lucille se puso en marcha, segura de sí mism
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