Por David M. Houghton y Leonardo Mora
“…no tenía, en aquel momento, miedo de condenarse; incluso el miedo al dolor estaba en último termino. Sentía tan sólo una desilusión inmensa por tener que ir a Dios con las manos vacías, ya que no había hecho nada en absoluto (…) Ahora comprendía que al final sólo cuenta una cosa: ser santo.”
“…no tenía, en aquel momento, miedo de condenarse; incluso el miedo al dolor estaba en último termino. Sentía tan sólo una desilusión inmensa por tener que ir a Dios con las manos vacías, ya que no había hecho nada en absoluto (…) Ahora comprendía que al final sólo cuenta una cosa: ser santo.”
Graham Greene, El Poder y la Gloria.
En este, su tercer largometraje, Scorsese regresa al vecindario en el que creció para exorcizar su pasado a través del lente de la cámara. Un Little Italy sórdido y poluto controlado por la mafia y asolado por el crimen se hace manifiesto a través de la vida cotidiana de un grupo de maleantes en ciernes, jóvenes inexpertos que anhelan tomar el control de los asuntos por vía de la fuerza. En Mean Streets no hay historia que vertebre el desarrollo de la película (en esto influido quizá por su maestro Cassavetes), sólo secuencias aparentemente aisladas que nos dan una imagen completa del acaecer en el guetto neoyorkino.
Inscrita dentro de la tradición del cine independiente norteamericano, Mean Streets se sumerge en las calles con honestidad brutal. No hay excesivas pretensiones técnicas, tan sólo la intención de retratar estéticamente una cruda realidad. No existen planos cuidadosamente diseñados, la fotografía se caracteriza por su opacidad, la cámara parece seguir de cerca los movimientos de los actores, trastabillando, girando, persiguiendo… todo para lograr un relato directo que impacta al espectador por su violencia.
No obstante, la aparente falta de una historia lineal y la austeridad técnica no hacen que el filme se abstenga de problematizar la existencia de sus personajes; antes bien, cada uno de ellos hace evidente su confusión, su temor, su desconfianza y su carencia de expectativas claras frente al futuro. Por lo que al personaje protagónico se refiere (Harvey Keitel), vemos que se halla enfrentado a un álgido problema espiritual: consciente de su liderazgo y astucia, asume gratuitamente la necesidad de erigirse como mesías que defenderá los intereses del vecindario y de paso el código de honor que se le ha inculcado desde la cuna, corroborando las palabras del escocés Carlyle: “Dado un mundo de picaros, conseguid probidad de su acción conjunta” (Del culto a los héroes). Aquejado por frecuentes inquietudes religiosas – trasunto de las propias experiencias del director -, la pertinencia ética de sus actos se convierte en un leit motiv que, sin embargo, deja de operar ante las desavenencias de su protegido Johnny Boy.
La vida de los guetos neoyorkinos sería una preocupación constante en la filmografía subsiguiente de Scorsese. En Mean Streets encontramos el germen de esta búsqueda y una notable influencia para el cine de gangsters.
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