Por David M. Houghton.
“Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo:
El que de vosotros esté sin pecado
sea el primero en arrojar la piedra contra ella.”
Evangelio de Juan, 8; 7
Lo que aparentemente podría ser tomado como un mero recurso argumental típico del cine de Hitchcock, es en realidad un problema de hondas implicaciones filosóficas que marca definitivamente la reflexión en torno a este filme de 1951. Un intercambio de asesinatos pactado a medias en un vagón de tren, impulsado por el álgido conflicto edípico que atraviesa Brunno Anthony (interpretado por el espléndido Robert Walker) da lugar a una serie de acontecimientos que – reforzados por la fuerza sugerente de las imágenes – nos ponen frente a frente con el tema de la culpa y toda la ambigüedad moral que puede existir en la naturaleza histórica y por ende relativa de este concepto.
¿Se es tan culpable de un crimen cuando se desea pero no se ejecuta? Y en caso afirmativo ¿ante qué tribunal podría ser juzgado un crimen no materializado? Ante Dios, ante los hombres… estos cuestionamientos – eje central de la tragedia de los Karamazov – surgen ante la palestra para que uno de los directores más rigurosos y prolíficos de la historia les dé un tratamiento visual contundente. Pese a que en el filme nunca se toma partido hacia una u otra opción moral, la naturaleza atormentada y cínica del personaje de Walker, la rectitud casi ingenua de Farley Granger en el personaje de Guy Haines, que contrasta con el deseo manifiesto de estrangular a su ex esposa, la complacencia de su novia frente al supuesto crimen, sin descontar por supuesto la magistral secuencia en la que un par de ancianas de clase alta contemplan el homicidio de sus maridos sin ningún escrúpulo, son elementos narrativos que poco a poco nos sugieren la estrechez del concepto de culpabilidad en la sociedad moderna. Y es que el deseo de eliminar al prójimo cuando este se convierte en obstáculo para la ambición, ha sido y será contemplado por casi todos los seres humanos, pese a que sólo unos cuantos de ellos se atrevan a transgredir los cánones morales establecidos. Y es allí donde reside el punto neurálgico de la polémica. En el caso de Haines, por ejemplo, pese a su nobleza y su rectitud, no podemos evitar atribuirle un margen de responsabilidad en el homicidio de su esposa: lo deseó con fervor y alguien lo cometió en su nombre. Así, una vista pragmática y burocrática de los hechos, se limitaría a establecer la culpa en aquél que ha materializado el acto. Por el contrario, una visión de amplio alcance, en la que se tenga en cuenta la dimensión filosófica del asunto, nos obligaría a considerar de cerca la posible culpabilidad que puede residir en el plano ideal – más no por ello irreal – de un homicidio.
Ahora bien, uno de los valores más sobresalientes en la cinematografía de este director inglés estriba en su capacidad de plantear complejas problemáticas morales, filosóficas y psicológicas, en el marco de filmes atractivos desde el punto de vista comercial, descartando de antemano lo que muchos creen una ecuación invariable, a saber, a mayor profundidad menor entretenimiento y a la inversa. En este thriller, influido por la – en ese entonces – recurrente estética del cine negro, Hitchcock se vale de una narración dinámica y envolvente, manteniendo la emoción durante todo el metraje a partir de estupendas secuencias (la del juego de tennis y la del asesinato en el parque de diversiones son dignas de mención) y un excepcional manejo de cámara (los planos al suelo que prefiguran el encuentro en el tren) que hacen de esta película una de las grandes obras de la historia del cine.
Comentarios
Publicar un comentario