"La codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria y funciona.
La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de evolución.
La codicia en todas sus formas: la codicia de vivir, de saber, de amor, de dinero;
es lo que ha marcado la vida de la humanidad..."
Gordon gekko, Wall Street (1987)
Por David M. Houghton.
A menudo el estreno de la secuela de un gran filme, al menos cuando se trata de una verdadera obra de arte y no de un desvergonzado artilugio publicitario con una trama de magos o de piratas como pretexto, suele desatar una polémica que abre una serie de interrogantes: ¿Aparte de los millones de dólares que se recaudan, existe una justificación cinematográfica real para este tipo de producciones? ¿En qué medida la continuación de una película exitosa y de calidad artística puede reafirmar u oscurecer el valor intrínseco de la primera versión? Experiencias afortunadas como Alien 3 (David Fincher, 1992), Terminator 2 (James Cameron, 1991) o Dragon Rojo (Brett Ratner, 2002), pasando por otros intentos dignos que sin embargo se desdibujan ante la contundencia de la primera versión como El Padrino partes II y III (Francis Ford Copola, 1974 y 1990 respectivamente), hasta llegar a los desafortunados intentos de Psicho 2 (Richard Franklin, 1983) constituyen un muestrario variado y de disímil impacto que implica retomar esta discusión en cada caso particular: sólo la apreciación del filme y la consecuente experiencia intelectual que implica compararlo con su predecesor permitirá establecer si se trata de la innecesaria prolongación de una obra que ya lo dice todo por si misma o si por el contrario asistimos a la imprescindible reinterpretación fílmica de una idea que puede y debe seguirse desarrollando.
En el caso de Wall Street: Money never sleeps (Oliver Stone, 2010) y la primera versión llamada simplemente Wall Street (Oliver Stone, 1987) la respuesta es contundente: el primer filme es superior en todos los sentidos y la secuela no hace más que resaltar las virtudes del clásico de los años 80’s. Por supuesto que en esta nueva versión destacan la impecable actuación de Michael Douglas, alguna que otra audacia narrativa y la muy pertinente incorporación de elementos temáticos alusivos a la vergonzosa maquinaria del capitalismo post-soviético. Sin embargo, la película del 87 no sólo plantea ya estos elementos de forma más contundente sino que reúne una gran cantidad de virtudes técnicas y temáticas.
En primer lugar, Wall Street es una película que caracteriza con sumo detalle la vida artificial y desmesurada de los millonarios de Manhattan west. El vestuario, los escenarios, el look de los personajes y hasta la estupenda musicalización a cargo de Stuart Copeland contribuyen para que la estética extravagante y glamurosa de la década de los 80’s sea palpable en cada secuencia del filme. Preciso es decir que este glamur, esta suficiencia en la representación de un estilo, de una época no hubiesen sido posibles sin el impresionante reparto con el que contó el director norteamericano para esta producción. Baste con decir que el personaje de Gordon Gekko, interpretado por Michael Douglas, es ya un arquetipo de la falta de escrúpulos y la ambición desmedida. Ahora bien, esta certera caracterización de un universo frívolo pero sumamente atractivo es el resultado de un impecable trabajo de montaje que le da un ritmo intenso a la película, una sucesión vertiginosa e impactante de acontecimientos que atrapa de principio a fin. Así mismo, el maneo ágil de la cámara aumenta en gran medida esta sensación de velocidad que se percibe durante los casi 120 minutos del metraje: la cámara no enfoca a los personajes, los sigue en su desenfrenado ir y venir por un corredor atestado de hombres con lujosos trajes gritando cifras incomprensibles a través de un teléfono. Y es que no podría ser otro el planteamiento técnico de un filme que trató con mucho acierto de presentarnos el caótico universo de los corredores de bolsa, un universo en el que cada segundo representa la posibilidad de ganar o perder millones de dólares.
Wall Street es también una película profunda y de alto contenido crítico. Además de una serie de diálogos en los que se plantea crudamente la moral salvaje y egoísta que se debe asumir para sobrevivir en el epicentro físico del capitalismo, el lugar en el que, según Gordon Gekko se hacen las reglas, las noticias, la guerra, la paz, la hambruna, el precio de un clip para papel, todo… la solidez dramática de los personajes nos empuja a encarar, a través de sus expectativas y estilos de vida, cuánto de degradación hay implícito en la búsqueda desmesurada de riqueza; la forma en que descaradamente ignoran los millones de desempleados, la exclusión, los desastres ambientales, la represión política, la corrupción, la flexibilización laboral, estos son para ellos apenas efectos colaterales de un juego gigantesco cuyo único objetivo es la acumulación, ecos lejanos de un precio que se debe pagar por mantener un status, tímidos comentarios que resuenan entre el rechinar de copas en un coctel, distantes anuncios de prensa que jamás podrán empañar el divertido juego de multiplicar el dinero vistiendo trajes de cinco mil dólares y coleccionando originales de Van Gogh: ¿Cuál es el límite? No existen los límites. En algún momento del filme, un consternado Charlie Sheen, en el que podría ser el mejor papel de su carrera, se pregunta por su verdadera identidad mientras que la despampanante Daryl Hannah lo espera en ropa interior en un apartamento con vista a los rascacielos de Manhattan: “Who am i?”, murmura Budd Fox al ritmo new wave de los Talking Heads en una de las mejores secuencias del largometraje.
Nominada a varios premios de la academia, exaltada por la crítica y un éxito de taquilla, Wall Street es un clásico imprescindible de la historia del cine y visualizar la reciente versión de 2010 no es más que un pretexto para volver a ese fresco e interesante retrato cinematográfico que sigue siendo hoy por hoy la mejor aproximación al mundo volátil de los negocios bursátiles.
05/01/11
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