Por David M. Houghton.
Unos cuantos miles de francos, tres muy buenos actores, un par de calles parisinas, dos o tres cafés, un cuartucho de mierda y una cámara fue todo lo que necesitó Jean Eustache para rodar un filme que se convirtió a la postre en el epílogo de una década, la del sesenta en Francia, y de un movimiento cinematográfico, la Nouvelle Vague. Película fundamental, destacable por la profunda sencillez, la honestidad, la bella austeridad que desprenden todas y cada una de las secuencias que componen esta obra de más de tres horas y media de duración.
Pese a que la primera hora de metraje asistimos a la confusa configuración de un triángulo amoroso de uso algo tópico en el cine de los años precedentes, en el que la aparente superficialidad de los personajes, pequeñoburgueses que pasan sus vidas entre los cafés de París hablando de Maoísmo o de Picasso, es un obstáculo para comunicarse y para conocerse realmente, el lento transcurrir del filme nos va mostrando el profundo dolor, el temor y la incertidumbre que se esconden tras un velo de falsa tranquilidad. Su apariencia de frivolidad esconde una crisis profunda, una soledad abismal; beben y follan sin restricciones porque no hay nada más qué hacer, nada más por lo qué luchar. Los personajes de la Maman et la putain deambulan por Paris y por la vida, carecen de una gran discurso que totalice sus existencias, están a la deriva en un mar de discursos impersonales que han fracasado sucesivamente en la práctica.
La atmósfera tediosa y de desidia que sobrecoge cada plano nos va revelando una vida cotidiana sin horizontes, sin esperanzas de transformación: mayo del 68 terminó, el hipismo no es más que pereza romántica, el rock ha sido absorbido por el mainstream, la Nouvelle Vague ha sucumbido a las transformaciones personales y estéticas de sus artífices, todo lo que queda son empalagosas referencias que salen de la boca pueril de Alexandre (Jean – Pierre Léaud). Detrás de ese derrumbe sólo queda la desesperanza, la ausencia de referentes, la nada.
Un uso de cámara casi convencional, sin movimientos bruscos, más bien con abundancia de planos medios y fijos, además de largas secuencias en las que se registran a plenitud los silencios y las conversaciones que no conducen a ninguna parte son elementos que contribuyen a la estética de desolación de la Maman et la putain, incluso la música, de carácter exclusivamente diegético, forma parte constitutiva de la atmósfera de nihilismo creada por Eustache. Todo en esta película es rústico, incluso los lugares cómodos lucen agrestes.
Preciso es decir que sobre los últimos sesenta minutos de película el director arriesga mucho más en todo sentido (visual, narrativo) logrando unas secuencias de gran calidad artística: sendos monólogos de rotunda intensidad dramática (sorprende que Eustache no dejara lugar a la improvisación en cuanto a los diálogos) en los que los personajes revelan la amplitud y seriedad de sus angustias, de sus cosmovisiones, hablando directamente, exponiendose de manera casi brutal a la cámara de Eustache, estática, amplia, reveladora.
En una secuencia vemos que los personajes, sentados en un café cualquiera, miran a su costado y suponen ver sentado a Sartre, al que empiezan a calificar de borracho y especulador. Este hilarante momento del filme podría servirnos como símbolo de la decadencia de los íconos e ideas de una época que se hunde. ¿En qué novela crees vivir? Le pregunta su ex novia a Alexandre cuando este prorrumpe en un momento de elocuencia sentimental. Los discursos terminaron, Sartre está ebrio en la mesa de un café, Paris apesta a conformismo, la liberación sexual ha desembocado en un libertinaje absurdo… “No soy una puta” reclama una conmovida Veronika (Francois Lebrun).
Una de las obras más significativas del cine francés, La maman et la putain no es solamente una obra acerca de una época o una sociedad específica. Sus profundos planteamientos en torno la incomunicación y la soledad del hombre moderno, la inteligencia de sus diálogos, la sinceridad de su puesta en escena, la solvencia histriónica de los actores, el carácter ecléctico de sus referentes musicales, cinematográficos y literarios nos permiten entender las implicaciones de esta película como universales, pertinentes a todo ser humano que se interrogue sobre sí mismo y sobre el sentido de sus acciones.
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