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Álbum de Quimeras (2016): un libro de relatos del escritor colombiano Frank Mauricio Durán



   Álbum de Quimeras (2016) es el nombre del libro de diez relatos que conforman la ópera prima del escritor colombiano Frank Mauricio Durán: a finales del año pasado este libro se hizo merecedor del premio Hugo Ruiz Rojas, auspiciado por el Portafolio Municipal de Estímulos Artísticos y Culturales de la Ciudad de Ibagué (Colombia.) 

 Colectivo audiovisual Zerkalo intercambió unas breves palabras con el joven autor y las ofrece a continuación, junto con un relato extraído de Álbum de Quimerasuna breve reflexión acerca del mismo. 







Conversación con Frank Mauricio Durán, escritor colombiano 



Colectivo Audiovisual Zerkalo: ¿Por qué ocuparse de escribir literatura en la actualidad?



Frank Mauricio Durán: Es una gran manera de aprovechar la soledad. Da consuelo, en el sentido de que nos ayuda a evadirnos, pero también nos confronta con nosotros mismos. Y como el tiempo es escaso, hay que aprovecharlo de la mejor manera. Esto, desde luego, es relativo.

C.A.Z: ¿Literaria y personalmente cuáles fueron sus propósitos al componer y juntar los relatos de Álbum de Quimeras?

F.M.D: Comencé a escribir cada texto sin pensar en que fueran a conformar un libro. Solo sabía que quería escribir desde lo fantástico y la fantasía. De todos modos, intentaba hallar cierta unidad de forma y de tono para evitar disonancias, que siempre lo insólito, acaso asombroso, estuviera presente, para bien o para mal en los fragmentos de vida de los personajes. Y quería (quiero, necesito) ver qué soy capaz de poner en palabras: pensamientos, sentimientos, imágenes... 

C.A.Z: Hemos encontrado, a nuestro juicio, su interés por plasmar unas circunstancias particulares en la que se amalgaman atisbos de una cotidianidad cruzada por el ensueño y lo fantástico. ¿A qué se debe esta cosmovisión? 

F.M.D: Seguramente es un modo de negar la realidad, pero al final, la realidad siempre está allí. Es decir, no se trata solo de evasión; es otra perspectiva desde la que se puede observar la realidad, o es otro mundo con el que mi realidad se comunica.

C.A.Z: ¿Considera que ha sido influenciado específicamente por determinados autores en la composición de su libro? 

F.M.D: No sé decirlo con certeza; pero lo que sí sé es que para mí estos autores, que aún escriben, son muy importantes: John Crowley, Cormac McCarthy, Pierre Michón, en particular el de Mitologías de invierno, Felisberto Hernández, y otros que no recuerdo ahora. Crowley no es muy conocido.

C.A.Z: ¿Qué caminos o alternativas futuras le augura al ejercicio literario?

F.M.D: Como yo lo asumo desde una forma sencilla, según la respuesta a la primera pregunta, le auguro el mismo camino, es decir, cada vez la gente es más solitaria, lo demuestran las redes sociales y la dificultad para interactuar sin temor a decepcionar o ser decepcionados, por lo tanto, la literatura como un ejercicio solitario siempre será una alternativa noble y leal al alcance de la mano. Claro, volvemos a lo mismo, unos verán películas, otros jugarán videojuegos, pero la literatura también estará presente, incluso si el mercado editorial llegara a fracasar como negocio ante nuevas formas de la cultura o subcultura que parecen responder de modo más práctico a los gustos del momento. En consecuencia, el mercado editorial sí debe renovarse junto con los escritores que obedecen a estas premisas. Pero la intención de escribir desde unas inquietudes íntimas, con sentido creativo, con la intención de revelar un mundo interior, no dejará de existir. Creo que no. Espero que no.

C.A.Z: ¿Cómo ve el estado de la escritura en el contexto colombiano?

F.M.D: El maestro César Pérez Pinzón, escritor tolimense, decía más o menos que en Colombia “todos” quieren ser escritores. Basta darse cuenta de la cantidad de obras que llegan a las editoriales y que jamás serán tenidas en cuenta. De acuerdo. Y a pesar de que en Colombia los índices de lectura son bajos, al parecer hay más escritores que lectores. En un país donde el colombiano promedio lee máximo dos libros al año, el oficio literario es un milagro.

C.A.Z:¿Podría mencionar algunos aspectos esenciales aprendidos durante su ejercicio de lectura y escritura para las nuevas generaciones?

F.M.D: El rigor a la hora de auto corregir. Dudar un poquito de lo que uno escribe. Mostrar lo que hacemos a personas de confianza. Dejar reposar los textos algún tiempo para releerlos luego y descubrir nuevas fallas. Y por último y más importante, que el viaje hacia la literatura es solo de ida.

C.A.Z:¿Sabe cuál será su próximo paso a seguir como escritor? 

F.M.D: Sí. Por lo pronto quiero (por fin) terminar de escribir una novela que ya llevo tiempo trabajando. Es hora de comprometerme más con ella.





"Gran hierba":  Alberto Durero. 1503. Acuarela.


KARAPANATAPUYO

Frank Mauricio Durán


  Para entonces, Apolinar ya lo presentía. Caminaba entre la selva, la niebla y una llovizna que, siendo persistente, no borraba del rostro y el cuerpo los tatuajes recién pintados por la mano firme del taita. Por una senda muchas veces recorrida, entonaba un cántico que le infundía valor, más que el ofrecido por el cuchillo o la compacta constitución de su cuerpo. Una canción enseñada desde niño por las propias voces selváticas de sus dioses; una que alejaba el miedo al Madre de Dios y lo que allí habitaba. 

     Siguió la ruta del raudal del Apaporis. Descansó cerca de un precipicio de rocas bermejas arraigadas al vientre de la montaña. Sacó de una mochila una arepa de maíz tostado, partió la mitad y dio cuenta de ella con tres mordidas. Bebió un sorbo de avena, hizo buches y lo tragó. Frente a él se vertían las cascadas del Apaporis, hendiendo el suelo pedregoso de la hondonada. Soberbias, lo escupían con miles de partículas que estallaban de la risa, nada más rozarlo, como diciéndole: ¿Quién eres? 

  Se levantó y siguió al trote. Como si fueran los que lo llevaran, los pies se enterraban, chapoteaban en el lodo pero jamás resbalaron ni cejaron en su determinación de llevarlo a destino. Antes de pasar sobre un tronco atravesado en un riachuelo, volvió atrás la mirada: entre la maleza y la niebla quedaban sus huellas informes, borradas de a poco por la llovizna. Y no sólo eso: los días en los que, junto con el taita, liaban las malocas, muy serios y aplicados como si bordaran rezos; los prósperos días de pesca, bendecidos por la gracia del sapo Jamp’atu; la recolección de la coca, un ritual y festejo; y, sobre estas impresiones, la presencia de Norton, su manera de hablar, el recelo que causaba en la aldea, y la herida feroz abierta en su orgullo. La debía sanar para que, al volver a la aldea, la sonrisa victoriosa, mejor que las palabras, fuera la respuesta con la que pudiera silenciarlo y alejarlo de sus vidas para siempre. 

   El canto de un gallito de roca se escuchaba a lo lejos. El chillido de los grillos, demasiado cerca. Monos aulladores saltaban en los árboles. Uno de ellos le dijo que se devolviera, pero él no se detuvo a discutir, y aunque pasó de largo, el animal jamás tuvo intención de callarse, brincaba en las ramas, eufórico, y sólo porque se alejó lo justo, Apolinar dejó de escuchar las burlas. Sintió el silencio. Observó en derredor. La selva era como unas manos que lo encerraban. Sentía que algo enorme lo observaba en aquel aislamiento, un escrutinio ansioso le erizaba la piel: la grandeza cósmica, y feroz, que lo rozaba acallando sus jadeos, los pálpitos en el pecho. Muy mal, se recriminó, años de práctica y ahora se sentía perdido. ¿Por qué si todo lo hizo al pie de la letra?: la poderosa tizana, los rezos, el pacto con el borrachero... Si no era así, al trepar por las barbas de aquel sasauma y, si la niebla lo permitía, vería la escarpa del monte Araracuara, el Quitasol. Trepó como un mono y oteó desde la copa: la niebla no le permitió orientarse. Quedó allí, esperando que el viento cambiara y corriera las nubes que bajaban a beber. Rendido por el cansancio, durmió un rato acunado en uno de los brazos del árbol. 

    Al atardecer, no recordó haber tenido el sueño: desde hacía algún tiempo le mostraba un arapaima de dimensión fabulosa; lo veía flotar dando aletazos perezosos, más grande incluso que la canoa en donde se acostaba a calcular su tamaño primitivo e imaginaba cómo casaría en el vientre. No despertó empapado en sudores, asfixiado por un maleficio montuno. La primera vez que tuvo el sueño, el taita le dijo que era inevitable: había entablado un vínculo con aquel dios de las aguas, no se debía preocupar por las náuseas que la cocción de flores y cogollos del Cáliz de Colores y hojas pulverizadas de borrachero le provocaba. Pocas veces en aquellos días se repitió el sueño. Aun así, un par de meses atrás, tal vez por la reiteración de las tizanas, los sueños se habían intensificado. Comenzaba a comprender. La criatura, como dijera el taita, desde sus días embrionarios lo esperaba. Quizás por tal motivo la selva, en la plena oscuridad de su corazón, se mantenía en silencio. Pasaría otra noche allí, vestido para la contienda con penachos de papagayo adornando su cabeza, argollas en las orejas y la nariz, cintas de piel de ocelote en los brazos y piernas, marcas grabadas en la espalda, el pecho y el rostro, maquillaje de guerra, y la suave sensación (aunque no más suave que la brisa) del algodón de los bluyines y las camisetas que solía vestir, lejos, muy lejos de la memoria. 

   Mientras tanto, en las riberas del Mapaná, acostado en una esterilla, el pequeño Edilberto lo esperaba. 

    El amanecer lo halló despierto. Las nubes habían volado, pero allí no estaba el Araracuara. Preso de la rigidez de sus huesos, bajó del árbol. Trotó para calentarse, desentumecerse. Tomó un trago de tizana, hecho con los brotes y flores, la misma dosis que ingería desde hacía algún tiempo. Avanzó lentamente. El suelo empezaba a anegarse cada vez más: se debía a los afluentes del río Madre de Dios abarcando la sabana. La lluvia caía serena pero con determinación. Los titíes estaban quietos, expectantes, apiñados en las copas de los árboles. Un águila arpía, reburujada en sus plumas, echó las cábalas cuando lo vio pasar. ¿Cuánto tiempo soportará? Apolinar se subió a un tronco atravesado en las aguas; reconoció el río, lo inundaba todo formando lagunas de color jade. Observó los nenúfares, algunos tenían flores blancas que nacieron la noche anterior: les quedaba poco tiempo. Se acurrucó y aguardó, musitando el cántico. 

    Transcurrió algún tiempo. Apolinar comprobó luego de varias horas de viaje, de dejar a Edilberto en la maloca, aquejado de fiebres y escalofríos, protegido del mal y del misionero por ensalmos sabaneros, sahumerios y azotes con ramas de guayacán, que cada instante vivido (las peleas con otros niños, los oficios) fue, sin intuirlo al menos, una suerte de preparación para llegar más que a un lugar o un instante o a saldar un duelo, a lograr un estado, uno mejor, más intenso que en otros rituales cuando lo asediaron escalofríos y náuseas; cuando venció estos efectos y sintió el cosquilleo, el zumbido de las alas nacidas de sus omoplatos; cuando revoloteó convertido en colibrí, primero entre los arbustos, y después, al saberse libre, entre las constelaciones y más allá, para volver luego y contar la hazaña. Pudo sentir de nuevo la sensación de hierbas brotando dentro de su pecho, la ingravidez de su cuerpo, rozando con los penachos de su cabeza la gloria infinita: la convicción religiosa de que sería capaz de libar la miel del sol con su lengua de colibrí. 

   Observó las aguas: buscó al arapaima, presintiéndolo sabio y sereno, como debía ser. Allí estaba, prehistórico, fastuoso en su reino turbio, arropado con el fango. Bajar a sacarlo, pensó. Sacarlo y vencerlo de muerte, liberarlo de su carne. Sacarle la lengua, llevarla, mostrarla en la aldea, en particular a Norton; desecarla, prepararla con corteza de guaraná, para matar los parásitos. 

  Una estela de agua se deslizó sobre la laguna. Un chapoteo, el único sonido. Unas gotas salpicaron su rostro. La estela pasó por debajo del tronco. Apolinar siguió con la mirada la trayectoria, que desapareció y surgió en otra parte, dando rodeos indiferentes. Antes de sumergirse de nuevo, pudo ver el morro verde oliva, la armadura de escamas cobrizas tallada con viejas heridas, cicatrices blanquecinas que formaban en un dialecto de duelos un nombre, letras dispuestas en aparente caos: Karapanatapuyo. Apolinar empuñó el cuchillo. Antes de meterse en el agua, recordando la alianza pactada con el borrachero (cuando pinchó el tronco y su propio dedo pulgar y mezcló las sangres, hermanándose con el elemental, el genio del árbol), dijo: Cuando yo lo llame, acudirá siempre, y se colgó al cuello una bolsita: contenía un mechón de cabello, embalsamado con savia, sangre y pétalos secos. Se sintió espiado por seres ansiosos, sombras simiescas se deslizaban entre el follaje al menor amago de ser descubiertas. Saltó, avanzó hurgando en los rebordes de la laguna, entre las raíces robustas de ciertos árboles, las rocas, los flancos de tierra y barro, usando su propio brazo como carnada. Sin caer en la cuenta, el agua daba en su cintura. Avanzó, tanteando el sedimento de hojas podridas con los pies, a la vez que decenas de peces los rozaban con las aletas. Cuando el agua le llegó al pecho, dejó de hurgar aquí y allá. No sabía cuánto tiempo transcurrió. Sí, estaba ahí nomás, podía sentirlo respirar, era eso seguramente lo que reverberaba frente a su abdomen. Imaginó el aliento a muerte brotando por la boca y las agallas, no en burbujas sino en espumarajos. Apolinar comprendió al fin, así como lo hacían las flores de los nenúfares. Qué significaban, entonces, sus cuarenta años de vida ahora, en este instante y lugar. Qué significaba el mal de Edilberto y el desafío que Apolinar pactó contra Norton, ahora, al comprender su destino, tantas veces sugerido por el taita. Necio, qué necio haber negado durante tanto tiempo lo evidente. 

   Luego de que forcejearan durante una eternidad, Apolinar estaba a punto de acuchillarlo en medio de los ojos, e imaginó por un segundo el arma entrando y saliendo varias veces. Aun así, más viejo y mañoso, y más fuerte, el arapaima capturó al hombre, lo arrastró hacía el centro de la laguna, lo jaló una, dos veces, y a la tercera, con una sacudida más violenta, lo llevó a lo profundo. 

   El agua entró en reposo. La arpía que observaba la contienda, se alejó sin hacer comentarios, los titíes se dispersaron. Cuando lo vieron llegar al trote, sangrando, tomándose el brazo desencajado con el otro, los aldeanos pudieron ver que, sin embargo, llegó sonriendo. No oyeron lo que susurraba mientras apretaba no sólo el brazo herido: Con esto, con esto... Siguió de largo, hasta bien adentro de la aldea, y calló de bruces frente a la carpa de Norton; dijo: No con sus menjurjes. Norton lo miró con cierta compasión, o desaprobando la aventura, o tal vez recriminándose a sí mismo su incapacidad, no para curarlo, sino para sospechar apenas, a tiempo, el significado de lo que consideraba una barbaridad y evitar careos con el taita. Vio la mano empuñada de Apolinar, se inclinó y la abrió: la lengua del arapaima estaba allí, tal como Apolinar le prometió. 

   La sonrisa victoriosa en el rostro de Apolinar no se borraba. 

   En la noche, acostado en su litera, preso de escalofríos, viendo el techo con los ojos vidriosos, se sintió de repente liviano como un colibrí. Norton hubiera querido insistir, pero el taita y, sobre todo las tradiciones, no dejarían que le pusiera un dedo encima. Además, así como Apolinar lo comprendió en su momento, como lo sabía desde mucho antes el taita, él también hizo lo propio, y esperó. 

  Apolinar tenía los ojos abiertos, pero su mirada ya penetraba en otros ámbitos. El taita le daba gotas de agua de lluvia aparada en unas hojas. En un brasero encendió hojas de copal, aromatizó el salón. En el humo azuloso subían sus oraciones. 

  Al cabo de unas horas, Apolinar pudo ver los dos senderos: el Cenit, el Corazón del Cielo, y el Nadir, el Corazón de la Tierra. En uno de éstos, bajo un umbral, sus Abuelos Ancestrales aguardaban, serenos como árboles apenas mecidos por la brisa. Vio, incluso sintió, las raíces de un sasauma gigantesco romper, salir desde los abismos en medio de un crujido de mil truenos, y repar enredándose a través de los vientos, las nubes, trepar hasta más allá de las pléyades siguiendo la estela de un rayo del Sol. Sombras lo espiaban, lo esperaban, asomadas detrás de las raíces, de los tallos, escalando, riendo. Una de ellas se detuvo, lo miró, estiró un brazo y le hizo un gesto con la mano. Apolinar alargó un brazo y, con la voz quebrada por la felicidad, una voz que sólo escuchó el taita, dijo: Allá voy.






The Blue Bird (1918) by Frank Cadogan Cowper



Álbum de Quimeras (2016): un libro de relatos del escritor colombiano Frank Mauricio Durán







Por Leonardo Mora


sanagustinconfesiones73@gmail.com



Álbum de Quimeras es el nombre del libro de diez relatos que conforman la ópera prima del escritor colombiano Frank Mauricio Durán: a finales del año pasado este libro se hizo merecedor del premio Hugo Ruiz Rojas, auspiciado por el Portafolio Municipal de Estímulos Artísticos y Culturales de la Ciudad de Ibagué (Colombia.) 

   El joven autor nos presenta un estilo que denota madurez literaria, trabajo constante con el lenguaje y una sensible y reflexiva cosmovisión sobre el ser en el mundo, que se alimenta tanto de las experiencias de vida como de un amplio conocimiento de la tradición literaria universal. El lector de Álbum de Quimeras podrá notar que sus ficciones manifiestan un ánimo consciente de superar las esquivas ingenuidades en que caen la gran mayoría de escritores jóvenes, y de alejarse de cualquier pretensión distinta a ofrecer un libro de calidad, por encima de figuraciones o el deseo apresurado por la imprenta. En primera instancia esto ya representa un logro en medio de la enfermiza avalancha de información mediática que hoy nos bombardea: incontables libros y autores de talento discutible pululan en todos lados, que a menudo se amparan bajo una monstruosa infraestructura publicitaria que los pregona hasta el cansancio. Generalmente, el buen lector puede dar cuenta de que esas obras no pasan de productos desechables, perecederos, un simple consumo más. Quizás hasta pueden estar bien redactados y denotan recursos técnicos varios, pero tales reglas áureas no logran camuflar la falta de nervio, de poesía o de alma con que fueron concebidos.

    Pero afortunadamente este no es el caso de Álbum de Quimeras: este libro realmente alcanza grandes niveles de belleza y profundidad, y es capaz de conmovernos a través de sus diversos lienzos donde advertimos una exposición de distintas circunstancias, siempre íntimas, las cuales se ensanchan y se profundizan a través del espíritu del escritor para descubrir su irrealidad escondida, esa misma que el sentido común y adocenado de la gran mayoría de la humanidad no puede siquiera sospechar, mucho menos asimilar. Álbum de Quimeras está lejos de un escueto realismo externo y simple que desplaza todo acercamiento espiritual y poético. Uno de sus elementos más evidentes y mejor logrados es el profundo sentido humano y vivencial de las situaciones narradas, las cuales siempre establecen un raro contacto con lo fantástico y el ensueño, lo cual puede darse de manera directa y explícita, o de una forma muy sutil, imperceptible.

    Dicho de otra forma: cada relato evoca diversas clases de sentimientos, evocaciones, ilusiones, aprensiones y esperanzas de talante real, es decir, inseparables de la extraña madeja por desenvolver que es la vida humana, pero al mismo tiempo nos llevan hacia regiones en donde el mundo de las apariencias y los hechos son percibidos de manera más profunda, casi ontológica y mágica, si se quiere. Lo fantástico y lo real se muestran en una hermandad de cuna. Y ello es precisamente lo que explica la ambigüedad y la extrañeza intrínseca de los cuentos de Álbum de Quimeras; elementos que a su vez determinan la necesidad de un seguimiento cuidadoso por parte del lector, sin apresuramiento, con cautela, porque de lo contrario no se revelará al lector su delicado mecanismo espiritual. Este compendio es contemplativo como la brisa marina sobre un olvidado farol, juega a los enigmas como un polvoriento libro medieval, es nostálgico como los recuerdos de un silencioso jardín de abuelos, y es reflexivo como la labor solitaria del librero o exégeta que alimenta lúcidamente su sentido de anticipación y descubrimiento. Hay que tener la percepción alerta para descubrir los sentidos ocultos y misteriosos de los relatos. 

   Valga aclarar que el tacto del autor para crear tales cosmovisiones literarias funciona en diversas circunstancias, tanto urbanas, de hábitos y modelos de vida occidentales (Dédalo de sombras, Formas frágiles, Dos viejas mujeres, Náufragos) pasando por contextos disímiles al nuestro, como los mundos telúricos vistos a través del lente de las culturas primitivas (Karapanatapuyo) o como la sensualidad y la embriaguez propias de la tradición poética de medio oriente (Mujer hecha de palabras). Realmente son palpables las cotas de inmenso valor y las cristalizaciones más sugerentes al interior del libro de Frank Mauricio Durán, pero seguir hablando de ello sería coartar las posibles lecturas de descubrimiento, y lo que es peor, sería un ejercicio insustancial de un lector más, de entre todos los que merece poseer este libro.

  Además de su seria concepción y estampa, celebramos enormemente la publicación de Álbum de Quimeras porque es el primer paso de un autor comprometido con su labor, quien empieza a manifestar públicamente su obra en el incierto pero siempre asombroso trayecto del arte literario, y porque sabemos que él se desvela por alcanzar la quimera más compleja de todas: la materialización literaria atinada e inteligente de la vida, que más que realidad, es sueño. 


Comentarios

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