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Así va el mundo




Texto e imágenes
por Leonardo Mora
colectivozerkalo@gmail.com



Una noche en la ciudad de Buenos Aires, a eso de las 21:00 horas, estoy en un paradero de buses situado por la avenida Las Heras, a dos cuadras de la Biblioteca Nacional. Algunas personas esperan también en el lugar. Me alejo unos metros y fumo un cigarrillo. Finalmente, a la distancia veo el bus que me llevará a casa; alisto la tarjeta SUBE con la cual se paga el pasaje. El vehículo se detiene en el paradero, lo abordo, y en el momento en que sitúo la tarjeta en el dispositivo de cobro, miro al conductor y le dirijo la palabra: “Buenas noches”, y luego le indico la dirección de destino. El conductor, un hombre de aproximadamente cincuenta años, con semblante cansado y ojeras pronunciadas, tez trigueña, como la mía, me observa y dice: "Usted es la única persona que me ha saludado en todo el día". Pensando en esta significativa frase, camino por el pasillo del bus y busco asiento al fondo. 


   Este pequeño evento, en apariencia fútil, ha tenido la capacidad de rondar mi cabeza por un largo tiempo, hasta que finalmente me impelió a compartir unas breves ideas e inquietudes al respecto, las cuales espero generen interés en la persona que lee estas palabras, o por lo menos sirvan para entretenerle un rato de su cotidianidad. 


  La frase del conductor da lugar a muchas ideas e implicaciones, naturalmente. Por experiencia propia, he notado que en Buenos Aires las personas poseen ciertos códigos de urbanidad, los cuales en comparación con otras latitudes, como la colombiana, generalmente están exentos de cierto despliegue de formalidad, lo cual se traduce en un trato más práctico y rápido. Aunque no olvidemos que en las grandes urbes de cualquier lugar del mundo generalmente la velocidad de sus dinámicas es el paradigma, e incluye un nivel de automatización pasmoso, lo cual determina que las maneras en cuanto a saludos sean muy breves, impersonales o inexistentes. Así funcionan las cosas en estos contextos, en estos tiempos, y quizás no hay necesidad de dar más vueltas a este asunto. El conductor de alguna manera lo sabe, lo entiende, y lo acepta, por lo menos a nivel externo. Pero en su interior posiblemente también pasa otra cosa: es innegable, se me ocurre, que en él existe una inquietud sobre la manera en que las personas que abordan el bus se relacionan con él, sus usos y modales cotidianos, aunque sólo consten o necesiten de unos segundos de duración. En suma, su frase deja entrever un hecho real, que en verdad sucede, valga el énfasis, y que puede implicar muchas cosas distintas, como ya anoté, incluida la siguiente idea, que pudiera ser vista o no, como radical: todas las personas que usaron el trasporte, por lo menos ese día, hasta la noche, inconscientemente se valieron de la capacidad y el trabajo del conductor para trasladarse en la ciudad, pero no repararon en su humanidad, en su particularidad. Quizás ni siquiera fue visto como alguien que hace parte del funcionamiento de un servicio público al que deseo acceder, sino como un mecanismo inerte más del vehículo, como pudiera serlo el volante, una llanta, una silla, una palanca, una maldita tuerca. 


   Dada la cantidad enorme de personas en la ciudad, no es desatinado pensar que aquel día, el bus fue abordado por muchos individuos (seguramente pertenecientes a algún tipo de colectividad, o no) con diferencias abismales en su manera de concebir la vida. Si pensamos en ocupaciones, se habrán subido personas que ejercen la abogacía, la medicina, la banca, la enfermería, la docencia, la militancia, la educación, la política, la economía, o simplemente se encuentran desempleados. Si pensamos de manera un tanto más abstracta e ideológica, si se quiere, se habrán subido también personas que son adeptos, o actores, de la derecha, la izquierda, la centralidad, la apatía, la ignorancia, la sabiduría, la religión, la otredad, la quietud, el matriarcado, el dinamismo, el deporte, el estudio, la comunidad, la individualidad, el machismo, la burocracia, la ciencia, la naturaleza, la paz, la guerra, la clase trabajadora, la clase dirigente, el patriarcado, el feminismo, la indulgencia, el egoísmo, la bondad, entre incontables asuntos más. 

   Estas personas quizás también se habrán expresado, alguna vez en su vida, o guardado silencio, desde luego, y habrán tenido el deseo de ser escuchados, de convencer a los demás para fortalecer sus causas particulares, y habrán quedado satisfechos o insatisfechos con el nivel de su convocatoria o de influencia o de recepción, en cuanto a sus modelos personales de asumir la realidad: quizás pregonaban valores, invitaban a seguirlos, o persuadían a abandonar otros con los que están en desacuerdo. Esas personas quizás también habrán pensado alguna vez en la brecha enorme que existe entre abanderar, mencionar, enfatizar una idea, sea utópica, sea concreta, y en llevarla al plano real, a los hechos, a la práctica. Quizás también habrán pensado en el alcance, la veracidad o la falacia de un concepto para señalar un asunto general frente a uno particular, tal y como puede ocurrir con la noción de sociedad o de individuo; se habrán preguntado por la existencia de tales elementos, si aluden a algo en lo que se puede interceder, o no, si se puede transformar, si se puede colegir, si se puede sentir, examinar, pensar, constatar, o no. Podemos llevar las cosas más lejos y ofrecer algunas inquietudes precisas en las que algunas usuarias y algunos usuarios del transporte público (o como cada cual deseé ser concebido) quizás habrán pensado alguna vez en su vida. 


    ¿Qué es la sociedad? ¿La sociedad se compone de quienes integran mi grupo de estudio, de trabajo, de hobbie, mi familia, mis amigos, mis colegas, mis vecinos, o es la gente que no conozco pero que veo y con la que me cruzo todos los días y todas las noches en las calles de la gran ciudad? ¿Con quién comparto, demuestro y aplico mis valores, mi sentido de humanidad, mi preocupación, mi deseo de la paz mundial, o mi disgusto por el caos y el dolor del mundo, mi ánimo destructivo e intransigente, o mi anhelo de contribuir al mejoramiento, a la reflexión, a la crítica? ¿De qué forma intento asumir y efectuar tales valores, sean construidos, deconstruidos, tradicionales, reaccionarios, progresistas, eliminados, superados, o rescatados? ¿Qué es el interés general? ¿Qué es el interés particular? ¿Estoy realmente tomando en cuenta a la otra persona, le estoy viendo y escuchando, estoy siendo empático? ¿Es posible combinar el ejercicio de mi libertad y responsabilidad con la necesidad de insertarme al sistema a través de una institución con poder legal para otorgar documentos y recursos que avalan formas de pensar, actuar y existir? ¿Cuáles son las dinámicas negativas que mi condición desea o puede o pretende enfrentar? ¿Tienen el rango de gran sistema indivisible, de proyecto universal como lo proponía la modernidad, o posee un interés en una determinada subjetividad y sus requerimientos específicos como plantea la posmodernidad? ¿He pensado que probablemente la solución de una pugna  se basa en el asumir profunda y honestamente las limitaciones y los privilegios de las personas y facciones implicadas, teniendo en cuenta que el poder se manifiesta de incontables formas y bifurcaciones? ¿Mi proyecto de vida y mis pretensiones tienen un carácter cerrado, abierto, univalente, polivalente, inclusivo, excluyente, laudatorio o conminatorio? ¿De qué forma debemos pensar los parámetros válidos para sostener y luchar por la dignidad de la condición humana, o por lo menos para intentar no olvidarla, ni obviarla, ni banalizarla? ¿Me estoy convirtiendo en una rara especie de máquina orgánica predecible, o tengo la capacidad de actuar aún con cierto grado de detención, conciencia y asombro por la realidad? ¿Qué es el arte, para qué sirve, que es la ciencia, para qué sirve, qué es la filosofía, para qué sirve, que es el hecho, para qué sirve, qué es el discurso, para qué sirve? ¿Las cosas sirven o solamente deberían ser? 


  Demasiadas y desbordantes preguntas de compleja o inexistente respuesta, las cuales tienen bastante índole de desvaríos, quejas, imprecisiones, equivocaciones, gritos, chillidos e impugnaciones sin mayor relevancia, y además provenientes de una persona como cualquier otra, ni buena ni mala, ni santa ni profana, ni perfecta ni imperfecta, con deseos, temores y expectativas como cualquier otra, y que un día incierto dejará de existir, como cualquier otra, y que en su vida, lastimosamente, ha fallado más que acertado y ha predicado más que aplicado. De cualquier forma, agradezco a la persona que ocupó su tiempo en leer este texto, el cual, por cierto, posee un título robado a Voltaire. Sólo me queda anotar tres asuntos. El primero, refiere una frase cruda pero que vale la pena pensar para verificar su nivel de credibilidad, la cual se halla en un ensayo de Roberto Gonzáles: “El otro no es propiamente el blanco de mi disposición fraterna, sino el espejo a través del cual descubro mi propia voracidad”. 

   El segundo asunto, también se trata de una frase que hace pocos días encontré; su autor es Paul Nizan, y está referida en un texto de Norberto Bobbio: “Con los tiempos que corren, no reconozco más que una virtud: no el coraje, ni la voluntad de martirio, ni la abnegación, ni la ceguera, sino solamente la voluntad de entender. El único honor que nos queda es el del intelecto”. 

  El último asunto, es que quizás lo único que verdaderamente importe de todo el caudal de palabras e ideas arriba escritas, son las que componen una frase que un conductor de bus dijo, expresamente, cierta noche: 

Usted es la única persona que me ha saludado en todo el día.



     

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