Por David Martínez Houghton.
Resulta
complejo aproximarse a una novela como Mrs.
Dalloway (Virginia Woolf, 1925), especialmente por tratarse de una de las
obras más estudiadas y conocidas de la autora londinense. Ante la multiplicidad
de enfoques con los que se ha pretendido dar cuenta de sus elementos
significativos, pareciera como si todas las posibles vías de acceso
interpretativo a la obra hubiesen sido allanadas, haciendo que cualquier
intento de reflexión pueda caer fácilmente en la reiteración.
No
obstante, y a riesgo de que las ideas aquí expresadas se pierdan en el cúmulo
de literatura que existe sobre la obra de Woolf, este ensayo pretende, ante
todo, entablar un dialogo entre la novela Mrs.
Dalloway y ciertos conceptos y categorías de análisis. Más allá, proponer una
reflexión acerca de los puntos de encuentro entre la novela como género
literario y la representación que esta hace del conflicto entre el individuo y
ciertas ideologías sociales. Esta empresa, por su modestia, no excluye la
posibilidad de aportar a la comprensión de los elementos significativos de la
novela en cuestión.
Ambientada
en la Inglaterra de la primera posguerra, Mrs.
Dalloway narra los acontecimientos de un día en la vida de una elegante
mujer de la alta sociedad londinense. No obstante, las triviales peripecias de
Clarissa Dalloway son apenas la superficie de problemas más trascendentes. Inscrita
dentro de la tradición literaria modernista, Mrs. Dalloway mantiene la preocupación, presente en otros
escritores como William Faulkner y James Joyce, por representar literariamente
el funcionamiento de la mente humana, valiéndose para esto de una técnica
recurrente en varias de sus obras, esto es, la presentación sucesiva, en
tercera persona, de los pensamientos de sus personajes.
Es
allí, en el flujo de los pensamientos, donde los hechos exteriores van adquiriendo
sentido. Ahora bien, es claro que esta suerte de interioridad de la novela no es, como ya se mencionó, un fenómeno
aislado. Para 1925, año de publicación de Mrs.
Dalloway, el advenimiento de las vanguardias artísticas, así como de
postulados científicos y filosóficos de claro matiz revolucionario, es ya un
fenómeno ineludible en el panorama cultural de la época. La literatura, y en
especial la novela, no fueron ajenas a ese movimiento trascendente. La
aparición de obras en las que las categorías aristotélicas de unidad de tiempo,
de acción y de lugar son replanteadas, marcó las primeras décadas del siglo XX.
La experimentación obliga a una redefinición de la relación entre el lector y
la obra, pues esta última requiere de una participación diferente del lector
para dejar ver su sentido. Las nociones de secuencialidad, jerarquía, orden y
unidad desaparecen o se confunden, dando lugar a la relatividad y la
indeterminación.
La
distancia que media entre algunas novelas del siglo XIX, en donde el lenguaje,
ordenado, legible, trata de representar el mundo exterior en el que se
desenvuelve el héroe, y la producción de algunos novelistas de comienzos del
siglo XX, en la que predominan la disolución de las formas clásicas, la
desaparición de lo exterior en beneficio de la representación de los devaneos
de la psique, la perdida de unidad y la relativización del sentido, es inmensa.
Se termina de romper aquella escritura única en donde, según Roland Barthes, la forma no podía ser desgarrada ya que la
conciencia no lo era[1].
Enmarcada
por la traumática experiencia de la I guerra mundial y la crisis que siguió al
tratado de Versalles, la aparición del psicoanálisis, especialmente en lo que
al descubrimiento del inconsciente se refiere, podría postularse como otro
agente muy importante en la aparición de nuevas formas (o mejor, reacciones
ante las formas clásicas) y temas en la literatura. Poniendo en tela de juicio
la pretensión de Descartes acerca de que el ser humano es, ante todo,
consciencia, claridad, identidad, Freud
postula la existencia de una zona de la mente humana en la que se alojarían
impulsos irracionales, experiencias traumáticas que la psique trata de olvidar,
traumas, complejos y, sobre todo, agresividad:
“La verdad oculta
tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es
una criatura tierna y necesitada de amor,
que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un
ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena
porción de agresividad.”[2]
Freud
sacude uno de los fundamentos del pensamiento moderno y abre la posibilidad
extraordinaria de comprender – al menos intentarlo – al ser humano sin
idealizaciones, tal cual es, instintivo, sujeto a pulsiones irrefrenables y
deseos insatisfechos. Las implicaciones de la teoría psicoanalítica son de
sobra conocidas, no sólo en tanto método terapéutico, sino también como
referente teórico para la interpretación de los fenómenos de la cultura. Según
Jacques Lacan:
“En primer lugar,
de la sustancia pensante se puede decir que, después de todo, la hemos
modificado sensiblemente. Desde aquel pienso que por suponerse a sí mismo,
funda la existencia, hemos tenido que dar un paso, el del inconsciente.”[3]
En
cuanto a la redacción de la obra que nos ocupa, es bastante probable que los antecedentes
familiares, así como la experiencia con el llamado círculo de Bloomsbury, hayan puesto a Virginia
Woolf en una situación privilegiada para conocer y asimilar la cultura de su
época, dejándose permear por los
hallazgos del psicoanálisis, así como por las obras de vanguardia y las más
novedosas teorías científicas. No hay
que olvidar, por cierto, que las experiencias de la autora con la muerte de sus
padres y hermana, sus tendencias a la locura y el tener que vérselas con el
convulso panorama político de entreguerras, marcaron también su actitud frente
a la literatura.
Dentro
de este contexto cultural que mencionábamos, el término Stream of consciousness[4],
usado por primera vez por William James en Principles of Pscichology (1890), permite designar ese rasgo de
interioridad que anunciamos. Se trata de representar aquellas impresiones,
conscientes o inconscientes, que van determinando la actitud del héroe frente
al mundo. Estas impresiones fluyen incesantemente, sin que la voluntad del
personaje pueda detenerlas. Así,
“… frente a la
socialización, la estandarización y la uniformidad crecientes de nuestra época,
(Virginia Woolf) insiste en mostrar lo personal, lo muy
personal, que es la experiencia, sin descontar las fuerzas que afectan al
individuo. Estas fuerzas, sin embargo, pierden su carácter objetivo,
reflejándose en una libre y constante asociación de ideas e imágenes. Las
imágenes, carentes de sentido fuera de la novela, adquieren aquí un gran poder
simbolizante como modo de sugerir una supuesta realidad interior.”[5]
Es
importante anotar aquí que esta introspección que evidencian los héroes
novelescos en algunas obras de comienzos de siglo XX, se explica también en la
medida en que la novela es, según Lukács, el género que representa la ruptura
del héroe con el mundo. Lo que tienen de novedoso estas obras es su forma de
representar esta ruptura, privilegiando el discurrir interior de la experiencia
sobre la representación exterior del mundo que hace problemática la experiencia
humana.
Atendiendo
al carácter cambiante de las formaciones sociales y por tanto de los diferentes
sistemas de representación simbólica (la cultura) correspondientes a cada
sociedad, Lukács sostiene que existen determinadas “formas” literarias que
corresponden a ciertas actitudes humanas determinadas por el orden social
imperante. La Forma es producto de la
materialización artística de maneras de ver el mundo y como tales, definen la
relación de la obra con las ideologías existentes en un momento dado:
“Toda forma artística se define por su
disonancia metafísica con la vida que acepta y organiza como fundamento de una
totalidad perfecta en sí misma.”[6]
No
obstante, estas formas no son exclusivas
de una época dada, por cuanto pueden darse en el curso de la historia siempre y
cuando los individuos se encuentren en una situación existencial similar. Lukács ubica las formas de la epopeya, la
tragedia y la novela como correspondientes a estados sociales, culturales y
espirituales concretos. En lo que a la novela concierne, el autor húngaro
plantea que en este tipo de obras el héroe busca unos valores absolutos,
universales (no necesariamente el héroe novelesco tiene que encarnar esos
valores o buscarlos explícitamente, se trata más bien de una búsqueda
inconsciente) que no son posibles en un mundo degradado y hostil, tornando
problemática dicha búsqueda.
La
forma novelesca se caracteriza, según Lukács, por una búsqueda degradada en un
mundo degradado. Sin embargo, esos valores que se buscan no se presentan de
manera directa en la obra, en el discurso de los héroes o en las incursiones
del narrador. Esos valores se evidencian precisamente por su falta, por su
negación, pues no están presentes de manera explícita en la novela, son
preocupaciones éticas del autor llevadas al plano de la creación artística en
dónde se perciben precisamente porque están fuera de la conciencia del héroe y
su vida problemática o degradada nos revela de manera implícita su ausencia. Al respecto Héléne Pouliquen afirma:
“…esos valores,
ausentes del mundo, como es evidente, lo son también de la conciencia del héroe
(la novela según Lúkács es la forma literaria de la ausencia). Están actuando,
a pesar de todo, en la obra, de un modo implícito: se han refugiado en la
conciencia del autor, el cual, no pudiendo vivirlos real y plenamente,
concretamente, en el mundo degradado, los conserva bajo la forma (insuficiente)
de una exigencia conceptual, ética, abstracta. El autor mismo, como es
evidente, no escapa de la degradación generalizada del mundo, de su carácter
muy imperfecto.”[7]
A
pesar de que la tipología de Lukács ha sido ampliamente cuestionada por su
aparente carácter restrictivo[8],
puede resultarnos de utilidad para comprender ciertos aspectos de la novela que
nos ocupa, pues el conflicto de Clarissa Dalloway podría entenderse como un
enfrentamiento entre su conciencia y un mundo que aparece como demasiado
estrecho para sus ambiciones y expectativas.
Para
Lukács, los personajes de la novela son
buscadores, siempre persiguiendo la inmanencia a través de una lucha,
desafiando al tiempo. En un mundo sin dioses, el sentido sólo puede dárnoslo la
propia lucha por encontrar algo que sustente y justifique la acción y el
pensamiento. Los personajes centrales de Mrs Dalloway buscan, pero su búsqueda
toma matices diversos: la locura en el caso de Septimus, el exilio en Peter
Walsh, cierta neurosis en Clarissa Dalloway. Son héroes demoniacos, en
conflicto con una segunda naturaleza que produce en ellos ansiedades,
sufrimientos, momentos de intensa alegría seguidos de gran tristeza, incluso de
muerte. En el héroe problemático, según Lukács:
“… los límites que
separan el crimen del heroísmo y la locura de la racionalidad que gobierna la
vida son límites poco resueltos, puramente psicológicos, aun cuando la
aberración se manifiesta con tremenda claridad y no presta lugar a la
confusión.”[9]
Se
trata entonces de comprender a Mrs Dalloway como creación novelística
que pone en evidencia un tipo de héroe problemático enfrentado a un mundo que
se muestra como insuficiente, haciendo manifiesto este enfrentamiento en la
medida en que su conciencia lo problematiza. Todo el ambiente social y cultural
de la época victoriana en decadencia es asimilado a través de la consciencia de
los personajes, presentándonos el mundo como composición de subjetividades y no
como conciencia unificada que construye un mundo exterior claramente
identificable. La única forma de armonizar este entramado de visiones es a
través de la narración sucesiva en tercera persona (en tiempo pretérito
indefinido), suponiendo la existencia de un narrador muy cercano a los
pensamientos de Clarissa Dalloway o Peter Walsh. Esta escritura propuesta por
Virginia Woolf nos permite relacionar esas conciencias fragmentadas, en
ocasiones atormentadas, con una espacio – temporalidad que ordena la narración.
Para Barthes, con el uso del pretérito indefinido, el verbo, implícitamente, forma parte de un conjunto de acciones
solidarias y dirigidas, funciona como el signo algebraico de una intención;
sosteniendo el equívoco entre temporalidad y causalidad, presupone un
desarrollo, es decir, una comprensión del relato.[10]
Este
orden no supone, sin embargo, una unidad. El mundo es una impresión emocional,
subjetiva, por ende, relativa. Los acontecimientos exteriores (la preparación
de la fiesta, la llegada de Richard Dalloway, la caminata de Peter) son
identificables y ordenables en el tiempo y en el espacio, no así los devaneos
mentales que constituyen la mayor parte del texto. Estos expresan
individualidades sujetas a contingencias de orden psico – social que alteran
siempre su percepción del mundo. Si a una hora de la mañana, caminando por
Londres, todo fue motivo de euforia para Mrs Dalloway, en la tarde, apurada y
decepcionada, todo será oscuro y decadente; incluso puede llegar al punto de
experimentar sensaciones ambiguas y complejas:
“Se sentía muy
joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba
todas las cosas; y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando…”[11]
A sí,
el protagonismo del relato no lo asume la caracterización de la Inglaterra de
posguerra. Aquí lo importante es cómo se enfrentan los personajes a ese mundo,
cómo lo sufren y lo comprenden. El
movimiento que describe el personaje de Clarissa Dalloway no es, entonces, el de la
dama burguesa y caprichosa que trata de definir su papel en la sociedad. Es la
expresión de un conflicto de amplia repercusión en la vida del sujeto moderno:
¿Es preciso vivir? ¿No es la muerte una posibilidad sensata de poner fin a un
gran sinsentido? ¿Es posible justificar la existencia únicamente por la dicha
de estar vivo? ¿Cómo resolver ese movimiento dual del corazón, que se mueve
entre la esperanza y la muerte?
“Sin embargo, a
Clarissa la irritaba llevar ese monstruo brutal agitándose en su interior (…)
No podía estar en momento alguno totalmente tranquila o totalmente segura,
debido a que en cualquier instante el monstruo podía atacarla con su odio…”[12]
Es
importante aquí precisar que el tipo de ruptura mundo – héroe que se puede
identificar en Mrs. Dalloway, podría explicarse a partir de lo que Lukács
entiende como romanticismo de la decepción. Si bien esta categorización no
agota todas las posibilidades de la novela, una totalización de la forma nos
permite acceder posteriormente a algunos asuntos más detallados sobre el
conflicto del héroe. Para el autor húngaro, es posible identificar el
romanticismo de la decepción cuando en una novela están presentes:
“… la desaparición
de la simbolización épica, la desintegración de la forma en una secuencia
confusa y desestructurada de estados de ánimo y reflexiones, el reemplazo de
una historia sensiblemente significativa a través del análisis psicológico.”[13]
La
escritura propuesta por Virginia Woolf nos permite identificar esa secuencia
confusa y desestructurada de estados de ánimo y reflexiones, presentadas a
través del análisis psicológico. En cuanto a la desaparición de una historia
significativa, en Mrs Dalloway apenas podemos hablar de una historia en cuanto
tal, al menos no en el sentido de “gran historia” literaria: “El pequeño relato de cómo una mujer rica de
la Londres de comienzos de siglo XX prepara una fiesta”. Es probable que
una descripción así no nos diga mucho sobre el poderoso asunto humano que esta
novela nos propone.
Ahora
bien, para Lukács el romanticismo de la decepción no se define únicamente por
la presencia de estos elementos, síntomas textuales de una cuestión más
profunda. A diferencia del idealismo abstracto, en donde un ideal enfrentado a
la vida busca realizarse en la acción, en el romanticismo de la decepción
asistimos a una poderosa interioridad que prefiere volverse sobre sí misma ante
la hostilidad y convencionalidad del mundo. En palabras del autor, hay en este
tipo de novela una tendencia hacia la
pasividad, a evitar conflictos y luchas externas más que a involucrarse, una
tendencia a dirimir, dentro del alma todo lo que a esta le concierne”.[14]
Llegados
a este punto, es importante dejar en claro que no se pretende asumir la
tipología de Lukács en un sentido estricto, esperando que los elementos de la
novela se adapten a los rasgos enunciados en la Teoría de la novela. En primer lugar, es poco probable que esa
hubiera sido la pretensión del autor al formular su teoría. Por otro lado, el
hecho de que la obra haya sido elaborada en pleno estallido de la primera
guerra, en un momento en que muchos intelectuales asumieron una postura
férreamente crítica hacia el capitalismo, movidos por la oscura imagen de los
jóvenes yendo a la guerra, llenos de ingenuo optimismo patriótico, hace que su
argumentación esté ciertamente condicionada por un pesimismo comprensible en ese
momento. La única visión posible en ese contexto era la de un héroe en abierto
rechazo del mundo, sucumbiendo ante el embate de una realidad alienante. El
mismo autor nos invita a reconsiderar nuestra relación con su texto:
“De manera que
quien lea hoy Teoría de la novela para indagar en la prehistoria de las
ideologías importantes de los años ’20 y ’30, sacará provecho de su empresa si
realiza una lectura crítica de las líneas aquí sugeridas. Ahora, si el lector
pretende utilizar el libro como guía, el resultado será una desorientación aún
mayor.”[15]
Así
pues, consideramos que, si bien existe en Mrs.
Dalloway existe una relación conflictiva, degradada, ente el héroe y el
mundo, la categoría del romanticismo de la decepción nos parece insuficiente
para abordar todos los elementos de la obra que nos ocupa, no sólo por
considerarla demasiado general[16],
sino también porque creemos que el mismo texto de Mrs. Dalloway nos lleva a instantes en los que el héroe, aun
reconociendo la insuficiencia del mundo exterior, vuelve a la acción en un acto
de reconciliación; no como resignación en el sentido de Lukács, sino más bien
como aceptación de que es posible la vida activa en una pequeña porción del
mundo. Algo así como el pesimismo moderado que Propone Voltaire en su Candide (1759), cuando propone la idea
de que "Il faut cultiver notre
jardín”. Para Lukács, por el contrario, la autosuficiencia del héroe
implica el abandono de toda lucha por dar
cuenta del alma en el mundo exterior, una lucha considerada a priori como
inútil y hasta humillante”[17].
Antes
que un abandono total, en Mrs. Dalloway
se evidencia la tendencia específica hacia la muerte como posibilidad de no
saber, de no ser, en contraste con momentos puntuales en los que hay una aceptación
activa de una porción de la realidad, que nos adelantamos a llamar Encanto de la interioridad[18].
Antes
que una renuncia o una postración de carácter total, hay en Mrs. Dalloway un movimiento entre ideas
de muerte y momentos específicos de encanto de la interioridad, especialmente
en el personaje de Clarissa Dalloway. Hay, en suma, una tensión entre las
pulsiones de muerte y de vida, presentes, según Freud, en todo individuo:
“Partiendo de
ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados
paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a conservar
la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir
otro, antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades y a
retornarlas al estado más primitivo, inorgánico.”[19]
Para
Freud, a pesar de que gran parte de este instinto está orientado al exterior en
forma de agresividad, en muchas ocasiones está dirigido hacia el propio
individuo y, rara vez, aparece disociado de los impulsos de Eros. Al ser
introyectado, el impulso de muerte se expresa en la forma del super – yo, asumiendo la función de
conciencia (moral), despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo,
de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños.[20]
Para
Freud, la pulsión de muerte es una tendencia constitutiva de regreso a lo
inorgánico. En el Diccionario de
Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis, se propone que dentro de la última teoría freudiana de las pulsiones, (las
pulsiones de muerte) designan una
categoría fundamental de pulsiones que se contraponen a las pulsiones de vida y
que tienden a la reducción completa de las tensiones, es decir, a devolver al
ser vivo al estado inorgánico. Las pulsiones de muerte se dirigen primeramente
hacia el interior y tienden a la autodestrucción; secundariamente se dirigirían
hacia el exterior, manifestándose entonces en forma de pulsión agresiva o
destructiva.[21]
Pese
a que la idea de la muerte llega a los pensamientos de Clarissa Dalloway de
manera frecuente,“¿O quizá se
transformaba en un consuelo el pensar que la muerte no terminaba nada, sino
que, en cierta manera, en las calles de Londres, en el ir y venir de las cosas,
ella sobrevivía…”[22]
Es
probable que esta pulsión de muerte se imponga ante ella de forma definitiva en
el momento en que le comunican sobre el suicidio de Septmus. Allí es donde, con
mayor claridad, Mrs. Dalloway asume la muerte como posibilidad de terminar con
la angustia que le produce esta pulsión:
“La muerte era un
desafío. La muerte era un intento de comunicar, y la gente sentía la
imposibilidad de alcanzar el centro que místicamente se les hurtaba; la
intimidad separaba; el entusiasmo se desvanecía; una estaba sola. Era como un
abrazo, la muerte.”[23]
La
imagen del joven Septimus tomando su decisión, inducido entre otras cosas por
la visión nefasta de Sir William Bradshaw, médico prestigioso y al tiempo
incompetente: “La vida es intolerable;
hacen intolerable la vida, los hombres así”. [24]
Si
la novela terminara en este pasaje: “¡Oh!,
pensó Clarissa, en medio de mi fiesta, he aquí a la muerte, pensó”, es
probable que pudiera hablarse de una negatividad definitiva, insalvable, tal y
como la presenta el caso de Septimus, pues este, ante los embates del retorno
de lo real, en forma de esquizofrenia, sucumbe y se abstrae del registro
simbólico, volcándose totalmente sobre el registro imaginario. En Clarissa, por
el contrario, la pulsión de muerte no
constituye una sin salida. Es preciso recordar que para Lacan, es exigible, en
efecto, en ese punto del pensamiento de Freud, que aquello de lo que se trata
se articulado como pulsión de destrucción, en la medida en que pone en duda
todo lo que existe. Pero ella es igualmente voluntad de creación a partir de
nada, voluntad de recomienzo.[25]
Así,
la idea de muerte que se apodera de Clarissa frente a la imagen del suicidio,
no es por cierto una pulsión que la conduzca de forma definitiva al ostracismo,
la negación, propias del tipo del romanticismo de la decepción propuesto por
Lukács. Como ya advertimos, hay un encanto de la interioridad, un
reconocimiento de que la pequeña parcela de mundo que nos es otorgada, es
susceptible de darnos un sentido de existencia. En su estupendo ensayo titulado
Un cuarto propio (1929), Virginia
Woolf escribe que la belleza del mundo,
revelada, y sin embargo, a punto de perecer (…) la belleza del mundo que tan pronto
perecerá tiene dos filos, uno de risa, otro de angustia, partiendo el corazón
en dos.[26]Ese
sentimiento, experimentado por la autora, define también algunos movimientos
emocionales de Clarissa: “… y
descendiendo la luz rosada del atardecer, y bajar la escalera, y, al cruzar la
sala, sentir que “si muriera ahora, sería sumamente feliz”. Este era su
sentimiento, el sentimiento de Otelo (…) ¡todo porque había bajado a cenar, con
un vestido blanco, para encontrarse con Sally Seaton!”. [27]
Exactamente
después de sufrir la arremetida de la muerte, Clarissa encuentra un punto de
agarre para con la realidad. Dos momentos nos parecen importantes en este
encanto de la interioridad. Por un lado, la imagen de su esposo, Richard
Dalloway, leyendo el periódico, sentado bajo la luz, otorgando a Clarissa esa
unidad, erigiéndose como lo simbólico que ordena y calma las angustias de
Clarissa: “Luego, estaba el terror; la
abrumadora incapacidad de vivir hasta el fin esta vida puesta por los padres en
nuestras manos, de andarla con serenidad (…) Incluso ahora, muy a menudo, si
Richard no hubiera estado allí, leyendo el
Times, de manera que ella podía recogerse sobre sí misma, como un
pájaro, y revivir poco a poco, lanzando rugiente a lo alto aquel
inconmensurable deleite (…) Ella había escapado. Pero aquel joven se había
matado”.[28]
El
reconocimiento de su esposo como elemento que le permite mantenerse anclada en
la realidad, sin sucumbir a sus ideas de muerte, se despliega luego hacia la
contemplación de ese pequeño fortín de seguridad que ha construido a lo largo
de su vida. Sus comodidades, su hija, la posibilidad de dar una gran fiesta en
su propia casa, incluso el hecho de poseer su propia habitación, hacen que Clarissa
se sienta en parte reconciliada. La consciencia de su posición, el pequeño
universo de detalles y afectos que ha construido por años, son elementos que le
permiten superar la muerte. Justo en el instante que observa por la ventana a
aquella anciana entrando en su cuarto, disponiéndose a dormir, es allí cuando
la señora Dalloway se reconcilia con la
vida. El mundo es estrecho e injusto sí, pero ella debe ahora cultivar su
propio jardín:
“¡Ahora! ¡La vieja
dama había apagado la luz! La casa entera estaba ahora a oscuras, con todo
aquello ocurriendo, repitió, y a su mente acudieron las palabras: No temas más
al ardor del sol. Debía regresar al lado de aquella gente. Pero, ¡qué noche tan
extraordinaria!”[29]
Hemos
advertido cómo, para Lacan, la psicosis – pérdida de contacto con la realidad –
se produce en la medida en que hay una desorganización del pensar al no poder
ordenarse por un déficit del registro de lo simbólico. En uno de sus últimos
seminarios, el pensador francés nos propone un concepto que sería la
posibilidad de unificar o disminuir el conflicto entre los tres registros
fundamentales, a saber, el Sinthome
como cuarto elemento en las dimensiones constitutivas de la psique. Pese a que
la exposición de este concepto resulta oscura y compleja (debido principalmente
a la incorporación de topologías y demás conceptos propios de la matemática),
la explicación que propone Dylan Evans en su Diccionario de psicoanálisis lacaniano nos permite aproximar el concepto
de encanto de la interioridad a la posibilidad del Sinthome como cura o
alternativa frente al conflicto entre los imaginario, lo simbólico y lo real.
En palabras de Evans, “en 1963, Lacan
afirma que el Sinthome, a diferencia del acting out, no reclama interpretación;
no es en sí mismo un llamado al otro, sino un puro goce que no se dirige a
nadie”[30].
Más adelante afirma: “Lejos de pedir
alguna disolución analítica, el sinthome es lo que “permite vivir” al
proporcionar una organización singular al goce”.[31]
Desbordaría
las pretensiones de este ensayo el ampliar concepto tan difícil como el de
Sinthome. Las aproximaciones aquí propuestas y algunas lecturas
alternativas permiten, sin embargo, aproximar una comprensión de esa
posibilidad que proponemos para leer la novela Mrs. Dalloway, esto es, no como una interiorización que conduce a
una negación definitiva de la realidad o el mundo exterior, sino como la
posibilidad de aceptar una porción del mundo que, de algún modo personal,
adquiere sentido y se sobrepone a la imperfección y limitación del mundo en
general.
[1] ROLAND BARTHES, El grado cero de la escritura, Siglo
XXI, México, 2006, pág. 12.
[2] SIGMUND FREUD. El malestar en la cultura, Alianza,
Madrid, 2010. Pág. 101.
[3] JACQUES LACAN, El
Seminario 20, Aún (Texto establecido
por Jacques – Alain Miller), Ediciones Paidos, BB.AA. Pág. 31.
[4] Se optará aquí
por el uso del término en el inglés original, ya que su traducción al español
no resulta tan precisa para describir el fenómeno.
[5]
HOWARD
ROCHESTER, Escritos y escritores británicos, Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá, 1986. Pág. 173.
[6] GYORGY LUKÁCS, Teoría de la novela. Un ensayo histórico – filosófico sobre las
formas de la gran literatura épica. Ediciones Godot, BB. AA., 2010, pág. 66
[7]
HÉLÉNE POULIQUEN,
Argumentos para una historia de la
sociología de la novela. Presentación de la revista ARGUMENTOS en su edición dedicada a la sociología de la literatura.
Enero – agosto de 1985. Bogotá, 1985. p. 15.
[8] Al respecto,
Pierre Zima plantea que actualmente la
tipología Lukacsiana, concebida para ilustrar la ruptura entre el héroe y el
mundo, la alienación de la conciencia individual, se ha vuelto problemática, ya
que no nos dice casi nada sobre los textos novelescos en cuestión. En:
PIERRE ZIMA, Para una crítica de la sociología de la novela. En: revista ARGUMENTOS (Ene. – ago. 1985). Bogotá. Universidad Nacional
de Colombia. p. 42
[16] “Debo
mencionar tales deformaciones de sentido. Aunque más no sea para dar cuenta de
las limitaciones del método de síntesis abstracta practicado por la escuela de
las “ciencias del espíritu”. Ibíd., Pág. 9.
[17]
Ibíd., Pág. 110.
[18]
Concepto
propuesto, desarrollado y sugerido por la maestra Héléne Pouliquen en el
desarrollo del curso de Estéticas literarias del siglo XX (segundo semestre de
2012), correspondiente a la maestría en literatura de la Universidad javeriana.
[19] SIGMUND FREUD. Op. Cit. Pág. 109.
[21] JEAN LAPLANCHE
& JEAN BERTRAND PONTALIS, Diccionario
de Psicoanálisis, traducción Fernando Gimeno Cervantes, Paidós, Barcelona,
1996, página 336.
[22] VIRGINIA WOOLF,
Op. Cit. Pág. 11.
[25] JACQUES LACAN, El Seminario 7, La ética del psicoanálisis
(Texto establecido por Jacques Alain Miller), Ediciones Paidos, BB.AA., 2003,
pág. 257.
[26] VIRGINIA WOOLF, Un cuarto propio, Ediciones Seix Barral,
2008, Pág. 15.
[28] Ibíd., Págs. 180 – 181.
[30] DYLAN EVANS, Diccionario de psicoanálisis lacaniano,
Editorial Paidos, BB.AA., 2010, pág. 180.
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