
Por Leonardo Mora
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Esta contundente y directa película norteamericana (una firma estética de esta cultura en múltiples aspectos) escrita, dirigida y protagonizada por Barbara Loden, afamada actriz de teatro y cine en principio, conocida también por su matrimonio con el polémico Elia Kazan, representa una tremenda lección de efectividad y dureza que se inscribe en las zonas y las calles más duras de cualquier ciudad, donde los despojados, los desesperanzados, los marginados, a duras penas intentan, más que vivir, rasguñar una existencia que se mueve al vaivén de las circunstancias por carecer de pasado y futuro, para abrazar entonces al furioso advenimiento del presente; puestas en escena las difíciles y sórdidas circunstancias de la historia, así mismo es el trabajo de cámara que impone la directora: esta vez no se trata de hacer gala de finezas técnicas y ufanarse de exquisiteces visuales que empalagan: se trata de torturar magistralmente al espectador con una serie de vidas vaciadas de contenido –sobre todo la de Wanda- y directamente proporcionales en importancia al empaque de las comidas rápidas que atestan nuestras sucias y desalmadas sociedades contemporáneas
Wanda, una mujer particular, cándida hasta la exageración, lo que acentúa su golpeada belleza natural, extraída de barrios bajos suburbiales y olvidados, de evidente procedencia obrera, arrancada hasta de su propia historia, se muestra impasible ante el divorcio que le plantea su esposo y la custodia de sus hijos, pero no apela a ninguna razón en particular para ello, como quizás nunca lo ha hecho en circunstancia alguna de su vida. Las imágenes que nos proporciona el filme son brutales en la medida en que vemos a Wanda articular sólo los gestos necesarios, no opinar demasiado de la realidad en que se mueve, y dejarse llevar por los sucesos que le salgan al paso, por extraños, sórdidos, condenables o simples que resulten. Si es invitada a una cerveza está bien, si se propone acostarse con un desconocido, está bien, recibir un golpe está de más, pues no le dolerá más que el vacío sin expectativas que compone su cotidianidad, y si resulta involucrada con un criminal barato y verse envuelta en el peor pastiche de los románticos Bonnie y Clyde, también vale porque ella es una hoja que empuja el viento a ningún lugar en particular: en una escena Wanda misma nos confiesa al vuelo que no desea absolutamente nada. Y tal consigna es una muestra fehaciente de valentía en un medio que grita desaforado que sólo seremos felices en la medida que deseemos cosas estúpidas y vendamos hasta el alma para comprarlas o para hacer parte de ellas: el matrimonio, al igual que un televisor gigante de última generación, bastante bien pueden llegar a ser recíprocos en puerilidad.
De manera que Wanda sólo es inocente en apariencia: sin saberlo ha resultado ser más cínica que el afamado pensador griego Diógenes, pero su ternura nos impele a seguirle la pista durante el lapso del filme y cuestionarnos por qué ella hace lo que hace. El contrapunto del personaje de Wanda con el del infame Sr. Dennis (Michael Higgins) toma elementos que se inscriben en los mejores ejercicios de la improvisación (el azar como generador de belleza) que nos recuerda también a otro gigante, al gran John Cassavetes.
Barbara Loden, como ya señalábamos, escribió, dirigió y protagonizó Wanda, y lo hizo envidiablemente bien. Se dice que tanto Barbara como Wanda poseen una correspondencia bastante real que supo potenciarse en escena. Ella, en este filme, a pesar de su relación con el alto jet–set del Hollywood de oro, nunca estuvo interesada en pregonar su propia imagen a través de vacuas autocomplacencias aburguesadas y cómicas para entregar divertimento en una tarde desinfectada: ella no fue Woody Allen (Barbara murió en 1980, a la corta edad de 48 años, de un cáncer de seno) y tampoco le interesó serlo: con este único filme realizado en su vida, ha sabido inscribirse a golpes de mazo (fuerza no le falta para nada) en el podio de los realizadores más honestos, brutales y veraces de la tradición norteamericana, esa que nos han legado incontables vidas de marginales, underdogs, subterráneos, perdedores irremediables, y que difícilmente dejarán de habitar el séptimo arte para nuestro interés, o por lo menos no cuando son retratados como esta enorme directora bárbaramente lo ha hecho. Si las razones que exponemos para admirar a Wanda se encuentran febriles y exageradas, traigamos las consabidas citas legitimadoras: este filme fue clave para personalidades como Marguerite Duras, la crítica señala su urgencia en los planteamientos del cine y el feminismo, asunto que al parecer aún no ha sucedido cabalmente, el legendario Godard la reconoció como una obra de arte, y la productora fundada por Isabelle Huppert compró los derechos originales de la película. ¿Algún argumento más para ver urgentemente este filme y recibir las desoladas lecciones que sólo el cine más raso e independiente puede darnos?
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