Prismas (2017) es el libro más reciente de relatos del joven poeta y escritor colombiano Daniel Padilla Serrato. Anteriormente el autor ha publicado tres libros de versos: "El espejo dormido" (2012), "Licor de Lodo" (2014) y "La persistencia de lo inútil" (2016), este último en conjunto con dos poetas más. Daniel Padilla ha ganado diversos certámenes literarios en su país, donde adelantó estudios de Maestría en Literatura, en la Universidad del Tolima. En esta institución actualmente se dedica a la docencia.
Prismas pertenece a la colección de narrativa publicada bajo el sello de Fallidos Editores, librería y editorial independiente de Medellín. Próximamente la obra podrá encontarse en ciudades como Bogotá, Cali, Manizales, Tunja, Cartagena, Pasto e Ibagué.
A continuación presentamos un texto de Lucía Estrada, en el cual nos invita al abordaje del nuevo libro de Daniel Padilla y nos comparte su impresión del mundo poético de la obra. Posteriormente ofrecemos Prisma, un relato del libro, cedido amablemente por el autor. Daniel Padilla es colaborador habitual de Colectivo Audiovisual Zerkalo.
PRISMAS, EL LABERINTO DE LA TRANSPARENCIA
Por Lucía Estrada
Por Lucía Estrada
Medellín, 2017.
PRISMA
Por Daniel Padilla Serrato
Este libro recibe la luz de una manera inusual. La silencia. Se diría que tiende una alfombra de musgo y hojas bajo sus pies. Palabra por palabra explora su extrañeza, su transparencia, el gran laberinto en el que el mundo se manifiesta de otra manera, donde su origen sobrevive lejos de nuestros ojos, pero cerca de nuestro corazón.
Nos desacostumbramos a las más antiguas manifestaciones de la noche y sus jardines por querer alcanzar el tiempo, por perseguir las ventajas de ser prácticos, racionales, por tratar, casi siempre, de explicarlo todo, de abrirlo todo, de robarle al mundo su misterio y su condición primera. Nos desacostumbramos al claroscuro en el que podemos apreciar mejor las formas, ese diálogo perfecto entre lo tangible y lo que no podemos rodear con nuestros sentidos, pero que resulta tantas veces más real y más inquietante que todo cuanto hemos nombrado y diseccionado.
Cuando empecé a leer este libro, supe que lo asistía el otro lado del espejo. Que Daniel Padilla, de quien ya había leído otros textos igualmente perturbadores, había elegido una atmósfera, un ritmo, una tensión que lo emparentara con el sueño, con la pesadilla, con esos seres que respiran más allá, pero también más acá de lo probable; una visión que nos recuerda lo mejor de la literatura gótica, pero también la sugerente poética del romanticismo alemán.
Estos cuentos no intentan convencernos de que existen otras regiones que escapan de lo cotidiano; transcurren sin pretensiones, sin retórica, sin artificios, señalando con rigor lo que, gracias a sus largas vigilias y a su rara sensibilidad, ha descubierto entre los pliegues de una realidad que se torna cada vez más compleja y extraordinaria cuando la sometemos a la ciencia y a nuestros exhaustivos análisis filosóficos. Desnuda, bajo los más potentes reflectores, la vida y el mundo que la contiene, continúan siendo tan misteriosos y secretos como al principio.
Manteniendo el pulso y la respiración de estos textos desde la primera página hasta la última, agradecí a su autor haberme permitido acercarme a este laberinto de transparencia en el que uno puede ver su rostro, a la vez, reconocerse ajeno, inexplorado, pero dispuesto a derribar la última puerta del castillo de Barba Azul. Páginas en las que lo desconocido se deja iluminar tenuemente para hacer parte de nuestro tiempo, de nuestra experiencia, pero sobre todo para recordarnos que sólo la poesía, ya sea en palabras, en música, en imágenes, puede ampliar nuestra conciencia del mundo, puede hacer más atenta nuestra mirada, y restablecer definitivamente ese árbol de inocencia bajo cuya raíz la luz completa su espectro.
PRISMA
Por Daniel Padilla Serrato
Si se comparara las distintas formas de la poesía
con la luz solar refractada por el prisma,
los escritos de los ensayistas serían
la radiación ultravioleta.
con la luz solar refractada por el prisma,
los escritos de los ensayistas serían
la radiación ultravioleta.
Georg Lukács
Desde esta gruta en los acantilados puedo ver el mar y más allá las islas, iluminadas por el verde resplandor del sol en el agua. Los poemas que tengo en mis manos están, en gran medida, hechos de esa sustancia marina. Traen consigo aromas de algas y de sal.
Los lectores encontrarán en esta colección de poemas lo que promete ser una enciclopedia del mundo antiguo. Inútil copiar aquí uno solo de sus fragmentos; tal tarea me llevaría siglos. Son tan vastas sus imágenes, tan ardientes y punzantes sus metáforas que si las transcribiera, si de pronto quisiera suplantar al poeta moriría con el corazón despedazado, me volvería ciego, tal vez loco. Sólo puedo, en estas líneas, intentar comunicarles algo de lo que Un jardín para Perséfone ha provocado en mí.
Ya se ha descrito en algún libro la pugna entre todo poeta y sus precursores. Existe un conflicto que mantiene al autor joven vacilante en medio de la veneración a sus padres poéticos y la necesidad de crearse a sí mismo. Por eso, es inevitable sentir, al leer los poemas de Un jardín para Perséfone una voz que invoca a los dioses con el tono de los bardos, de sus canciones a las penurias y viajes de los héroes.
En aquel libro también se dice que todo poema es una versión empobrecida de lo que podría haber sido; así como todo hombre —según una sibila— no es más que una versión en ruinas de un rey. No obstante, los poemas que aquí comento alcanzan la grandeza, la autoridad aterradora de los cantos originales.
Como en los dibujos esparcidos sobre las paredes de mi gruta, encuentro en muchos de esos versos un aire primordial, imágenes de un tiempo olvidado. El encantamiento de las palabras hace aparecer ante mí hordas de cazadores con sus máscaras cornudas, el vuelo del mago, la hoguera ceremonial. ¿Qué extraña combinación de sombras —pues acabo de encender una fogata— dota de movimiento a los bisontes?
Al leer Un jardín para Perséfone imagina uno a los servidores de la Musa traduciendo en himnos el rapto de la Diosa, la travesía de la Anciana que busca a su Hija; el Dios ebrio, su Renacimiento, la iniciación en los Ritos. Afuera, en el ocaso de este día de verano las nubes brillan apacibles, traspasadas por el sol. Oigo el canto de los alcaravanes; salen a buscar roedores. El estrépito de los insectos revienta en la noche.
Vuelvo al pequeño tomo. Cada uno de estos textos evoca cuadros, escenas a manera de frescos de una remota edad de oro. Son páginas sostenidas por una búsqueda de momentos sacros. Los elementos son presencias vivas ante las cuales es necesario el conjuro apaciguador, la actitud reverente y conciliatoria. La experiencia extática busca esa efímera eternidad en que convergen los sucesos de los días comunes, los ciclos estacionales y el íntimo, adánico gozo de quien ve el paisaje con ojos nuevos y nombra todo por primera vez. Así, el poeta, merced a la memoria como Musa de la Revelación descubre —al recordarlo— el nombre secreto de los seres y las cosas.
El fuego, alejado prudentemente de la biblioteca vuelve a poner en movimiento aquellas formas inquietantes trazadas al parecer por la mano de un niño o de un anciano. Ahora me doy cuenta, mirando al cielo nocturno teñido de púrpura, de que cada figura corresponde a un conjunto de estrellas: La Ballena, El Escorpión, La Urna, El Cazador, La Serpiente. Entonces cada uno de los poemas debe corresponder a un dibujo. He descubierto, al disponerlos en determinado ángulo, que señalan la ubicación exacta de una constelación. Son un mapa sideral.
Los versos del jardín se vuelven música, oigo leves tambores; me rodea un murmullo de semillas, de golpes secos y monocordes. En el fondo, la melodía de una flauta de juncos. El sacerdote del Dios Astado habla pausadamente; una gaviota extraviada raya la noche, las llamas se estremecen. ¿Hacia qué numen se eleva el incienso de estos cantos?
Paso la página y diviso lejanos navíos bordeando la costa, cargados de oro y especias. Se abren, entonces, fisuras en las aristas de roca. Algo cambia, intenta salir y brillar. Un objeto pequeño: un corazón. Su diáfana solidez le asemeja a un diamante. En el centro exacto del volumen, donde el poeta emprende su viaje, una serie de estrofas refracta y dispersa, hacia todas las direcciones, la luz. De repente se desata una tormenta. Hace frío. Nieva. Tengo la impresión de ser nuevo en el mundo. He llegado hace muy poco, o todo despertó hace apenas un instante. Ya no sé si soy yo quien recorre los caminos de niebla como un sonámbulo, quien se mueve de campamento en campamento tras la caza, al ritmo de los cambios de estación; no sé si soy yo quien atestigua el sacrificio o quien empuña el pedernal. Un toro muge angustiosamente, el aire se vuelve pesado, hecho de tierra húmeda. El animal lanza un bramido largo y luego calla. Huelo sangre. Alguien, en la penumbra, la unta en mi cara.
Es curioso, sólo cerré los ojos un segundo. Un aire primaveral asciende, oigo el tranquilo rumor de las olas; de nuevo la brisa, la ensenada, el archipiélago, el mar.
He hallado solaz en este pequeño y retirado refugio. Siempre vuelvo a los mismos volúmenes de mi discreta biblioteca. Los leo pausadamente pues tengo tiempo de sobra. Apenas si en ocasiones me perturba el vocerío de los hombres del puerto —con los siglos la playa se ha venido poblando— o las ruidosas escaramuzas de las aves escamoteándose la pesca. Aquí arriba sólo el viento salobre se filtra, recoge las diminutas gotas de la resaca, se mezcla con el sudor mineral de las paredes y hace crecer estalactitas.
He llegado a entender que Un jardín para Perséfone es especial pues su autor no alcanzó la madurez; y sin embargo la certeza de su ministerio, el tono panteísta, la devoción jovial y oscura que permean tales páginas nos ponen ante un caso extraño dentro de la literatura. Allí se recrean los remotos cultos de la fertilidad y los misterios de la resurrección del dios venado. Somos capaces de intuir en ciertos acentos, en ciertos énfasis sutiles, en determinado orden de palabras, en alguna disposición particular de las sílabas o en un juego tipográfico, la intención de causar en el lector el deseo irresistible de repetir en voz alta algún verso. Cuidado. Existe la posibilidad de perderse, de abrir finas rasgaduras en el velo del tiempo.
Luego de incontables jornadas dedicadas a su estudio, tengo ahora el placer de presentar al público estos poemas. Imagino al autor el día que sembró el último lirio: escribe la frase final, se frota los ojos enrojecidos, deja su pluma a un lado. Mira con calma el eclipse de ópalo. Murmura algo para sí. Lo imagino caminar en el vacío hacia esa nueva y lejana luz que se insinúa.
A Gabriel Arturo Castro.
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