Por Leonardo Mora
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Ma nuit chez Maud (Mi noche con Maud) es una de las más altas cumbres de la cinematografía del genial director francés Éric Rohmer. Este sutil y elegante filme resulta ser más que valioso para aquel tipo de espectadora o espectador en disposición a asistir a una parsimoniosa puesta en escena que trasluce, esencialmente, una lúcida mirada acerca de la vida y las decisiones que tomamos cuando de relaciones sentimentales se trata. Y sobre esta labor insoslayable, vemos en pantalla algunos de los roles fundamentales que juegan aspectos como el deseo, la moral (en este caso, perfilado con el pocas veces bien discutido cincel del catolicismo), la esperanza, la amistad y el azar.
Si bien la cultura francesa nos ha mostrado en muchas de sus producciones estéticas una particular idea del amor no exento de un peligroso romanticismo, en su sentido popular, el filme de Rohmer no cae en un melodrama insincero y empalagoso similar a los que hoy se usan como consuelo una tarde de domingo, devorando un enorme recipiente de snacks; más bien se ampara en una limpia y bien cristalizada cotidianidad en la que sus personajes, a través de largos diálogos y pequeños eventos, nos dejan entrever muchas características que a todas y todos nos compete en la comedia humana cuando se trata de vincularnos emocionalmente al otro: velados egoísmos, instintos de difíciles riendas, ventajas personales, mentiras de ocasión, o que también los hay, templos en los que somos capaces de ser íntegros y consecuentes con ciertos valores que radican en la consideración de no efectuar daño a los demás. Y en la intención temática del filme, que debe grandes aspectos a una perspectiva filosófica, las ideas de Blaise Pascal en su obra magna Pensées (Pensamientos) son de vital trascendencia, ya que hacen parte interna de la trama narrativa, y constituyen un eje clave para el desarrollo de nociones acerca del amor en contrapunto con un enfoque moral cristiano; lo cual, valga decirlo, tienen mucho más de racional, verídico y complejo que lo que aceptaba el cáustico Voltaire en sus Cartas filosóficas.
“Dormir soñando”, una canción del grupo mexicano El Gran Silencio, menciona las siguientes líneas: “La vida la vida, la vida, qué es la vida/ En tratar de entenderla, se nos va la propia vida/Tan simple y tan fuerte, tan llanamente suerte/Lo que acontece, preparación de la muerte/Pero es absurdo ocuparte de este estudio/. No creemos desatinado señalar que Mi noche con Maud es precisamente un sentido homenaje a esos pequeños pasajes que componen la vida, sobre todo amorosa, en los que apenas contamos con el tiempo para vivirlos, no para entenderlos -por lo menos no con la antelación deseada- y que los años venideros no podrán borrar por completo. Todo esto, con el agravante de que una situación mal superada puede desatar sentimientos insanos en algún futuro encuentro con quien una vez fue nuestro objeto de afecto. Y si bien la película no cae nunca en dramatismos expresos o en situaciones enfermizas, la sensación que queda después de haberla visto, es de nostalgia y tristeza, acaso por ese cúmulo de contradicciones emocionales que somos los seres humanos, a veces sin más remedio que echar malamente los errores al pasado y continuar, tal y como el filme deja entrever.
El director de fotografía, el insustituible Néstor Almendros –y licenciado en Filosofía y Letras, además- ejecuta un trabajo fabuloso que dota de gran poesía y matices lumínicos al antológico blanco y negro que nos ofrece la pantalla: resaltamos la escena que da nombre al filme, que es el diálogo nocturno en una alcoba entre los dos protagonistas: un nervioso hombre católico, protagonizado por Jean-Louis Trintignant, y la avasallante y carismática Maud, encarnada por Françoise Fabian. Y para el ritmo de una película que trascurre lenta como las ondas de un lago, y de gran fijación, como ya señalábamos, por los diálogos extensos, la predilección del realizador son los planos largos y secuencias.
Grande Éric Rohmer: Mi noche con Maud, su tercer filme de los que componen sus Seis Cuentos Morales, es otra gran afirmación de insuperable cine, de la necesidad de remontarnos a los clásicos para verlos una y otra vez, porque no tienen pierde, y porque están bastante lejos de las baratijas prescindibles que suelen llamarse “pelis” y que campean demasiado libremente en las salas de cine actuales.
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