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París, la piedra y la inmundicia: El signo del león (1959) de Éric Rohmer
























Por Leonardo Mora

La primera escena de este filme contado como un diario por el director francés Éric Rohmer, figura clave de la grandiosa Nueva Ola, es un travelling hacia adelante que avanza sigilosamente por un tranquilo canal parisino –lugar que será un recurrente motivo en la extensión de la película-, mientras suena una bella pero sórdida pieza de violín; una aparente calma misteriosa que nada anticipa de la crueldad en que se verá envuelto el personaje principal, un músico llamado Pierre Wesselrin, en la consabida ciudad de París.
       Pierre se levanta un día como cualquiera y recibe la gran noticia de que se ha hecho merecedor de una herencia; desde luego, la celebración con sus amigos más cercanos no se hace esperar: la prosperidad parece estar a la vuelta de la esquina. En dicho festejo, Pierre se ufana de ser del signo leo, el cual astrológicamente significa estar regido por el astro rey, el sol, por la fuerza del león, por un orgullo desmedido, por la impasibilidad de carácter, por la victoria ante el desastre, por el liderazgo sobre los demás. Pero como los seres humanos desconocemos totalmente lo que el hado guarda para nuestro futuro, Pierre Wasselrin se encontrará con que su suerte en realidad ha dado un giro de 180 grados: es desheredado, se encuentra sin un céntimo, ninguno de sus amigos está en posición de ayudarlo, y sólo le queda como opción final vivir en la calle. Ahora, en el infortunio, Pierre debe aferrarse a la fuerza de su signo para no sucumbir ante los embates de la realidad.
     La gente generalmente peca de ingenua al creer que sería un evento extraordinario convertirse en un indigente, pero los que nos hemos visto en la penosa situación de perder lo poco que teníamos, en términos materiales, los que somos del signo de leo, los que nacimos un 2 de agosto, como Pierre, sabemos que en realidad es muy fácil empezar a habitar la calle, por carecer de dinero o de un techo donde resguardarnos.
    En la buena fortuna, los amigos abundan, las juergas corren como torrente sin obstáculo, el mundo es plácido como la cuna de un bebé, somos el centro de atención, todo alrededor es bello como el arte; pero las circunstancias nos pueden jugar una mala pasada, y se confabulan negativamente para que  la mala suerte, evidente, pura y poderosa, llueva sin pausa sobre nuestra vida.
    En un momento del filme, un personaje recrimina a Pierre: “A su edad no se puede vivir al  día, haciendo lo que a uno le da la gana”. Pierre, a pocos días de cumplir 40 años, músico sin blanca, diletante ocasional, artista poco dado a los asuntos prácticos, bohemio del barrio Saint Germain des Prés, se encuentra con la terrible verdad de la miseria. Debe vender sus pocas posesiones para vivir, como sus libros, para adquirir unos cuantos francos que por lo menos le permitan comer algo, o hacer una eventual llamada salvadora. Sus amigos no aparecen por ningún lado, los ocasionales conocidos le invitan a un café, oyen de lejos el relato de sus problemas, y finalmente se marchan dejando a Pierre en la misma situación de antes.
    De los asuntos más efectivos en El signo del León, se encuentra el derrotero de Pierre una vez empieza a supervivir en la calle. Abundan eventos tales como transeúntes felices y despreocupados que platican generalmente sobre trivialidades, mientras observan a Pierre pero hacen caso omiso de él, como lo harían con cualquier desconocido. En la vida urbana contemporánea es constante la convivencia superficial de las personas, sus fugaces intercambios, aunque sean estrictamente económicos o visuales, pero hasta ahí llega todo trámite: la gente se desconoce, en ellos prima un individualismo intransigente, y raras veces se preguntan por el destino o la historia que guarda el otro. Cada cual está atrincherado en su mundo particular. Los habitantes del conjunto social incluso se temen y repudian entre sí, y desde luego es muy difícil esperar a que se genere algún sentido de solidaridad o interés que elimine toda barrera.

Estas dinámicas son cobijadas por el duro asfalto y cemento de una París no romántica, poética o lírica; en suma, vista desde clásicos estereotipos: ahora nos encontramos con una ciudad despiadada donde los indigentes son golpeados por robar comida, son obligados a  buscar entre la basura algo de comer y a inventarse nuevas formas de generar algo de sustento. Las imágenes del filme de Rohmer son incisivas en cuanto a los escenarios urbanos: calles, canales, hoteles baratos, avenidas, plazas, puentes, más cemento, más asfalto, lo cual es un elemento que recuerda mucho a los filmes del neorrealismo italiano: ese intercambio voraz entre el individuo que lucha por su integridad y su vagancia por las zonas más austeras de la ciudad. Esencialmente la película nos manifiesta a un Pierre sentado en bancas de parques con un rostro que parece traslucir el caudal de alternativas que baraja su mente, mientras descansa de caminatas extremas bajo un sol impasible de verano, observa esos trozos de pueril existencia de los demás, o su mirada se pierde, como sus esperanzas, en las ondas que forma el agua en el canal.
    Al final, llega la redención de Pierre. Cuando está en una etapa donde parece resignarse ya a su suerte, y comparte la amistad de un lúcido y carismático indigente con el cual realiza pequeños performances humorísticos para ganar algunas monedas, recibe la noticia de que la herencia antaño perdida ha regresado.
   En apariencia, esta salida es indulgente para con el espectador; pero, vista desde otra perspectiva, el hecho de que Pierre, una vez recibe la buena nueva, abandona de inmediato a su recién conseguido amigo de la calle, parece decirnos que a menudo en los individuos no vale el haber sufrido tantas adversidades, con respecto a guardar la solidaridad para con sus hermanos en la desgracia; posiblemente, un destino cruel que de un momento a otro se cambia en buena fortuna, da rienda suelta a una soberbia, un orgullo y un rencor que pudiera atentar contra los demás; quizás Rohmer opta finalmente por decirnos con aguzado nihilismo y sentido crítico que el género humano es pervertido por naturaleza, las instituciones poco pueden hacer por el bienestar y la calidad de vida de sus poblaciones, que tanta mierda comida engendra déspotas y misántropos, y que nuestras sociedades están condenadas a la degradación total de los valores.
    Así estamos en estos días: esta historia, con excepción de la herencia, sólo en nuestro contexto, es la misma de aproximadamente ocho millones de indigentes y veinte millones de pobres -según estadísticas en la revista Semana, edición virtual del 22 de mayo de 2011-, que sufren y esperan en las calles colombianas. Con estas cifras, de nuevo señalamos: no es cosa de otro mundo; realmente es muy fácil convertirse en habitante de la calle, y aún más en medio de la indolencia, la violencia y la corrupción de nuestro país tercermundista.

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