Por Leonardo Mora
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En una entrevista al polémico y conocido realizador audiovisual Michael Moore, este afirmaba el poder demoledor que contienen la sátira y la comedia como elementos críticos para desbarajustar los argumentos de una contraparte y ejercer influencia en un público determinado, como no puede hacerlo el postulado más serio y encumbrado. Y que tales aspectos, mencionaba Moore, lamentablemente adolecían de un uso muy restringido por parte de creadores y teóricos, y que deberían ser más aprovechados por su eficacia emocional, su carácter iconoclasta y su contundencia para anclarse en el recuerdo.
La conjura de los necios es una extraordinaria novela del tempranamente desaparecido escritor norteamericano John Kennedy Toole (Nueva Orleans, 1937 – Biloxi, 1969), que resulta ser una divertida prueba de las posibilidades de la literatura para valerse de una historia desbordada y cáustica, y propinar una paliza a incontables aspectos demasiado encorbatados de la realidad, tales como la familia, la política, la militancia, la escritura, la intelectualidad, la fuerza pública, el trabajo, la moral cristiana, la empresa capitalista, o hasta la misma teología: casi ninguna esfera se escapa de la enorme comedia, vomitada, más que escrita, por Kennedy Toole.
El contexto de la novela es la famosa ciudad costera de Nueva Orleans, pero nada encontramos en su relato que se decante por el romántico interés histórico y cultural que posee este lugar en el agrio y complejo sur de los Estados Unidos, a excepción de sus enloquecidos carnavales: sólo que estos parecieran ser llevados a cabo por el flanco más gracioso y sardónico del infierno. Antes bien, Kennedy Toole escoge los lugares más sórdidos de los bajos fondos de tal ciudad (todos los escenarios de la trama son caóticos y siempre apestan) y allí sitúa una amplia gama de perdedores, degenerados, viejos, jóvenes, idiotas, chulos, drogadictos, negros, blancos, gordos, flacos, que desfilan en absurda comparsa por las páginas de la novela, y son liderados por uno de los personajes más asquerosos y paradójicamente entrañables de las letras contemporáneas: el obeso, pretencioso y excéntrico de Ignatius J. Reilly, un lunático anacrónico que a duras penas puede moverse (por su peso corporal y sus ideas medievales) en una realidad pragmática y llena de seres aburridos y carentes de imaginación.
La conjura de los necios se inscribe en esa vieja tradición libresca de dementes y disparates, de la cual podemos traer un puñado de nombres como Louis-Ferdinand Céline, polémico antisemita pero no exento de un singular talento lo llevó a consolidarse como el gran renovador de las letras francesas en el siglo XX, el viejo Rabelais con los archifamosos Gargantúa y Pantagruel, el sartal de desquiciados que relaciona Roberto Arlt en otra brillante novela, Los siete locos, y hasta el eminente Cervantes con las tragicómicas ocurrencias que componen la historia del Quijote. Valga señalar también que precisamente el fragmento del cual se extrae el nombre de la novela de Kennedy Toole, es de otro burlón redomado, el inglés Johnathan Swift: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él” (Thoughts on Various Subjects, Moral and Diverting.)
La conjura de los necios es una novela exagerada y bufonesca, que destila hediondez por todos sus poros, como ya hemos señalado, pero tiene una poderosa raíz realista y crítica en la cual nada sale indemne. Su tono, tan cercano a la tradición norteamericana más dinámica y efectiva construye eventos y circunstancias a través de una afilada y lúcida pluma que es capaz de echar baldados de agua sucia en la cara de los lectores que la aborden, cualquiera que sea su calaña: universitarios promisorios que al primer cheque burocrático bajan la palanca del baño para desaparecer sus ideales, intelectuales moralistas que redactan pasquines que no leen ni sus madres, policías tontos e incapaces para hacerse cargo del orden social, cuestionables madres que rezan para que sus hijos acepten con gusto la carga de alcanzar sus objetivos frustrados, militantes políticos con más pereza y ganas de juerga que de sistematizar y poner en práctica un programa político medianamente decente, periodistas que tienen más en común con publicistas asalariados que con conscientes agentes informativos, o matrimonios decadentes que a duras penas se toleran a sí mismos pero que se empecinan en sostener la farsa de su entendimiento mutuo.
Dicho todo lo anterior, podrá deducirse que la brillante novela de Kennedy Toole no es para todos los gustos, y mucho menos en nuestra época de hostigante corrección política, donde tantos especímenes ondean orgullosamente banderas de ocasión, pero que chillan y patalean al primer argumento crudo pero verdadero que alguien más disciplinado les consigna en algún posteo de Facebook. Hay que decir que hace bastante tiempo no nos encontrábamos con una novela tan interesante, tan bien construida y dosificada, tan frontal para darnos cuenta de lo absurdo y llena de vanidades que es la existencia humana, o tan capaz de abrirse espacio entre el corazón y la mente del lector para no salir nunca, como inquilino indeseable; por ello, la recomendamos como un buen trago de tequila, caliente y salvaje, a diferencia de los sorbos de leche aguada que son las producciones literarias contemporáneas, tan proclives a las genuflexiones del público más tonto, hipócrita y conformista. Pero, también hay que decirlo, quien pueda hacer una sincera pesquisa intelectual y emocional de John Kennedy Toole al componer La conjura de los necios, podrá sospechar que detrás del insuperable método satírico de esta novela, de su precisión para implementar la carcajada como vehículo desvencijado de la verdad, había un hombre ansioso, deprimido y apático de la gente que lo rodeaba y el sistema que trataba por todos los medios de quitarle el alma y la libertad; John Kennedy Toole, agotado por las afrentas de la vida que minaban su estabilidad emocional, de luchar contra editores de miras cortas para conseguir la publicación de su obra maestra, decidió quitarse la vida a sus 31 años de edad.
La conjura de los necios obtuvo póstumamente en el año de 1981 el premio Pulitzer, gracias al esfuerzo de la dominante y sobreprotectora madre de Kennedy Toole por difundir la obra de su genial hijo, a diferencia de lo que hizo con la nota de suicidio: la destruyó sin permitir que nadie más que ella la leyera.
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