Por Leonardo Mora
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¿Qué cosas contiene la maleta un hombre que se atreve a buscar la vida? Algo de ropa gastada, un par de buenos zapatos, muchos recuerdos, tragos amargos y sobre todo, expectativas. Cierto: hay que abandonar cosas cuando se va en pos de algo más grande, pero nada de ello se equipara a arriesgarlo todo a un solo juego de cartas. Se pierda o se gane, no importa más que la fantástica satisfacción de que lo aventuramos todo para alcanzar los anhelos.
No cualquier persona posee el carácter y las agallas para vivir románticamente: por ejemplo, las novelas; más que escribirlas y leerlas para fantasear o evadir la realidad, deben palpitar como los latidos del corazón, y expresarse en cada gesto y palabra con que se aborda la vida misma. Ser un artista de la existencia, más que la sobrevalorada tarea de crear, solicita algo mucho más grande: la tenacidad de sacrificar. El texto bíblico de Apocalipsis 2:10 sostiene: sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida. Ser consecuente requiere un espíritu demasiado poderoso y único para ser siquiera avistado por nuestros higiénicos burgueses, que creen que el arte es sólo un masaje relajante para después del trabajo, en la consabida intimidad del hogar.
John Schlesinger, sobreviviente del Free Cinema inglés, recrea una sincera película en la cual los sueños de un cándido vaquero de Texas se derrumban como un montón de piedras, diría Juan Rulfo, por obra y gracia de la dura realidad. La amable provincia de donde aquel hombre surge, poco o nada se equipara a la rudeza de una metrópoli, en este caso la hostil Nueva York. El desbarajuste del vaquero no se hace esperar: al encontrarse con locos y vividores que luchan por no sucumbir ante la soledad y la degradación en la jungla de asfalto, con un sistema terriblemente excluyente, con una tenaz falta de los mínimos requerimientos para vivir, con duros recuerdos y traumas imposibles de sacar como se haría con una camisa sucia, poco a poco se desencanta del sueño americano y es obligado a enterarse de las duras reglas de la sobrevivencia, entre las cuales se encuentra la nueva regla áurea: elimina todo vestigio de tu reputación, abandona en la caneca tus escrúpulos, olvida tus viejos códigos morales y salta sobre el dinero ajeno a la primera oportunidad. Todo este perverso ritual, bajo los destellos deslumbrantes del televisor y el constante retumbar de la publicidad. En una vieja conversación de café alguien recalcó la importancia de la figura del cowboy norteamericano como símbolo tradicional de poder sobre la naturaleza, de dominación masculina, de valiente que se enfrenta a la adversidad con poco más que sus manos y su tenacidad, y que sale casi siempre victorioso. Pero en las circunstancias de este vaquero concebido por Schlesinger, las cosas son a otro precio. Los choques cotidianos de la civilización moderna son bestias mucho más poderosas, temibles e indomables.
La caída de Joe, el joven vaquero que sueña con vivir de las damas millonarias gracias a su particular idea de la masculinidad, también se genera pero a la vez se amortigua con la llegada a su vida de Ratso, un vago a la buena de Dios, maltrecho y curtido por la calle, el fiel reflejo del perdedor. Ambos efectúan en todo el hilo narrativo de Midnight Cowboy un contrapunto en el que se amalgaman la ingenuidad y la nobleza de Joe, con la practicidad y el cálculo de Ratso. Así como inicialmente se producen desencuentros, problemas y desconfianzas, llega el momento en que sus duras circunstancias los ponen en un mismo nivel y los hace compartir sueños frustrados, visiones de la vida, opiniones contra el mundo: en suma, se hermanan en la desgracia.
Los alucinógenos, los rostros interesantes, los accesorios de marca, la elocuencia dandy y demás embotadores de la conciencia son discursos pobres frente a la dura realidad de los marginados, como Ratso y Joe, que se aferran con uñas y con malicia a la existencia. Pobre, frustrante, modesta, decepcionante, es su existencia de cualquier modo. Y su situación paulatinamente se agrava. El relato visual de Midnight Cowboy manifiesta asuntos como el sempiterno dinero que requiere cada vez más salvajismo y escupitajos para obtenerlo, siempre tan cercado por buitres de las élites y el poder, las poblaciones que crecen y hacen más estrecha y caótica la vida urbana, el mundo que se marchita como la última flor de aquel ramo que nos fue dado con tanta benevolencia por Dios o por el azar, la miseria que se apodera de más y más individuos extraídos de los flujos de mercado y obligados a ingeniárselas para no morir de hambre, y el triste hecho de que las personas sólo son abordadas como simples valores de cambio, como productos desechables que se pueden reemplazar con sólo un chasquido de dedos. Palabras más, palabras menos, este es el escenario en que se mueven dos entrañables personajes de una historia que ya ha pasado a ser un clásico contundente del arte cinematográfico.
Pier Paolo Pasolini rezaba en sus bellos Versos de testamento que no hay cena ni comida ni satisfacción del mundo que valga una caminata sin fin por las calles pobres, donde hay que ser fuertes, desgraciados, hermanos de los perros. El objetivo es ser consecuentes y valientes en esta vida y la otra. Abogar por tales virtudes en estos días de furia e indignación, quizás suene infructuoso, pero mientras la máquina del cuerpo no se pudra como Celia y el espíritu en asombro flote en derredor, hay oportunidad. La expresión y la vida lo son todo, el silencio y la cobardía son nada. El derrotero es aún más difícil e ingrato para los desadaptados congénitos. Para ellos no habrá gloria, no habrá satisfacción; sólo dolor y lucidez. La ciudad desalmada los espera. Las luces nocturnas de la ciudad iluminarán sus sueños fallidos de oropel. Los callejones serán sus vías de escape. Los edificios derruidos serán sus obeliscos. Los sótanos abandonados los resguardarán de la inclemencia moral al final de los tiempos.
La vida es pura milicia, como se decía en la Edad Media. Los vaqueros no pueden acobardarse. Vagan sin rumbo de día, pero sólo se hacen sentir a la medianoche: cuando sus gritos pueden multiplicar infinitamente su perturbador alcance.
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